domingo, 21 de diciembre de 2014

Jinetes en el cielo



                                                      El ya ex fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce
LORENZO SILVA

Seguramente, no todo lo hizo bien. Al ciudadano al que ahora le sorprende su partida le vienen a la memoria todas las discusiones en que se vio envuelto, por decir que le parecía un fiscal general diferente de los anteriores, mejor. Unos le echaban en cara que no le hubiera picado espuelas al fiscal balear para que disparase a matar contra la hija del rey. Otros se oponían al elogio señalándolo como el sicario del gobierno que se querelló contra esos apóstoles del dret a decidir que desde despachos de la Generalitat habían cooperado con una consulta suspendida por un tribunal (competente para ello, por lo demás).
En algo erraría, no hay humano que no yerre, pero no le parece al ciudadano que ya empieza a echarle de menos que ninguna de esas dos actuaciones sean indignas ni prevaricadoras. El fiscal que decidió no acusar a una infanta sí le ha metido mano a su patrimonio, pide vente años de trullo para su marido (en esto, no parece muy inclinado a contentarla), muestra en todo momento una convicción propia y razona profusamente sus decisiones. Que al ciudadano, como a otros miles, no le parezcan acertadas, y desee mayor ejemplaridad y la exigencia de una más rigurosa responsabilidad a quien se lucró con manejos basados en su posición en la línea sucesoria a laCorona, no quiere decir que el fiscal general tenga el deber de corregir a su subordinado, so pena de ser considerado ineficaz o cortesano.
Tampoco es necesariamente un baldón, ni cabe explicarlo sólo como la obediencia perruna del fiscal general al gobierno que lo ungió, el hecho de que, tras meditarla y debatirla en el Consejo Fiscal, decida presentar una querella contra quienes, desde las instituciones y la máxima representación del Estado en una comunidad autónoma, hicieron oídos sordos a una decisión judicial emanada de los tribunales de ese Estado y allegaron a su celebración el dinero público que falta para pagar medicinas y servicios sociales perentorios a los ciudadanos. Cabrá cuestionar que haya una desobediencia, según el criterio que cada cual elija respecto de lo específica que debe ser la prohibición judicial de algo para entenderse penalmente relevante el acto de ignorarla; pero que siquiera en el terreno de los indicios podría darse una malversación punible parece difícil de rebatir. Que en el trasfondo haya, innegablemente, una cuestión política, es asunto que a los políticos incumbe, no a un fiscal general cuya actuación está sometida al principio de legalidad.
Olvidan muchos de los que le criticaron, aunque los rumores desatados con su dimisión vendrán a refrescárselo, que este fiscal general supuestamente al servicio del gobierno ha respaldado una y otra vez a los fiscales que bajo su dirección procedían contra miembros del partido a la sazón en el ejecutivo. Altos cargos del partido, antiguos y presentes parlamentarios, personas que han ostentado presidencias autonómicas, y como colofón, una partida de concejales y alcaldes de una de las joyas de la corona de dicho partido, la Comunidad de Madrid. Todos ellos han caído, imputados y alguno incluso encarcelado, porque ha cargado contra ellos un fiscal anticorrupción, sin que jamás lo desautorizara su jefe. Antes al contrario: se ocupó de reforzar esa fiscalía especializada y reclamó una y otra vez reformas en las leyes penales y procesales para poder proceder con contundencia contra los amigos de meter la mano en la caja de todos. Llegó a decir en las Cortes, ante sus señorías, que lo que había actualmente parecía más encaminado a encubrir y a la postre absolver a los corruptos que a darles su merecido.

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