lunes, 28 de septiembre de 2015

Cómo enseñar a rezar a los hijos

Hoy, en muchas de nuestras familias, ya no se reza. Y empiezan las justificaciones: nos da pena proponer a la familia; la oración parece algo forzado, artificial, no nos sale dentro; los hijos son demasiado pequeños o demasiado crecidos... Sin embargo, la oración en familia es hoy posible. El primer paso lo tiene quedar la pareja aprendiendo a orar ellos juntos. Una oración en pareja, sencilla, normal, sin demasiadas complicaciones, hace bien a la pareja creyente y es la base para asegurar la oración en los hijos.
Provocar el ambiente apropiado
La oración en familia pide un cierto clima. Algunas familias llegan a reservar en la casa un lugar o "rincón de oración" especialmente destinado para orar, como expresión de que se le deja a Dios un sitio en la casa. Es un rincón preparado con alguna Biblia, un Cirio, alguna planta, que se puede adornar de manera apropiado en algunos tiempos litúrgicos.
También se puede cuidar más lo que entra en el hogar (cierto tipo de revistas, videos, libros, cassettes, programas de TV). No es difícil hoy suscribirse alguna revista cristiana, comprar libros sanos y educativos para los hijos, Evangelios y Biblia para los niños, cassettes con grabaciones para orar, grabación del Rosario.
Se puede también introducir algún símbolo, imagen o signo religioso de buen gusto. Los lugares más apropiados son, sin duda, la sala de estar donde la familia se reúne para descansar, hablar o ver la tele, y las habitaciones de los hijos donde, entre otros pósters y objetos variados, pueden haber algunos te tipo religioso, algún recuerdo de la primera comunión o de la confirmación, los Evangelios, alguna imagen de Jesús.
Saber enseñarles
Antes que nada, es necesario que el niño vea rezar sus padres. Si ve a sus padres rezar sin prisas, quedarse en silencio, cerrar los ojos, ponerse de rodillas, desgranar las cuentas del Rosario, poner el Evangelio en el centro de la mesa después de haberlo leído despacio, el niño que capta y críticamente la importancia de estos momentos, percibe la presencia de Dios en el hogar como algo bueno, aprende un lenguaje religioso, palabras y signo que quieran grabados en su experiencia, aprende unas actitudes y se va despertando en el la sensibilidad religiosa.
Nada puede sustituir a esta experiencia. Pero, además, es necesario orar con los hijos. Los niños aprenden a orar rezando con su padres. Hay que hacerlo participar en la oración, que aprendan hacer los gestos, a repetir algunas fórmulas sencillas, algún canto, a estar en silencio hablando Dios. El niño ora como ve orar. Llegará un momento en el que el mismo podrá bendecir la mesa, iniciar una oración o leer el Evangelio con la mayor naturalidad. La oración queda grabada en su experiencia como algo bueno, que pertenece a la vida de la familia, como el reunirse, el hablar, el reír, el discutir o el divertirse.

José A. Pagola
Enlace al artículo original: https://www.aciprensa.com/Familia/rezar-hijos.htm

sábado, 26 de septiembre de 2015

Cómo convivir dentro de la familia

Sí, las familias son columnas de una sociedad sana. Cuando sucede lo contrario se resquebraja la armonía, se pierden las ganas de vivir, el caos lo invade todo.
Ciertamente la mayoría de las familias merecen mejor opinión de la que con frecuencia se tiene de ellas.
Pero no cerremos los ojos frente a ciertas señales evidentes de peligro. Frecuentemente el crimen está ligado directamente con el fracaso de la vida familiar.
Es por eso que cada familia debe reconocer su responsabilidad ineludible para la buena marcha de esa sociedad donde actuamos y vivimos y que siempre queremos mejor.
Para ello es necesario el aprecio mutuo entre los papás; también cuando pasan los años se ven muchas veces, sólo cosas negativas que antes se disculpaban, se toleraban...
SER SINCEROS. Imprescindible es el consultarse mutuamente y siempre que sea necesario, compartiendo abierta y confiadamente las opiniones. Sinceridad en todo, sin secretillos de ninguna naturaleza, que suelen acarrear un maremoto de celos de imprevisibles consecuencias para la paz del hogar.
Es necesario mirarse el uno al otro como personas y no únicamente como "padres". Debe resaltar siempre lo bueno, corrigiendo con cariño y comprensión los desaciertos.
Jamás una reprimenda, o "decirse cositas" frente a los hijos... ¡porque eso no lo olvidarán jamás! También en cuanto a la educación de los hijos deben hacerse un plan y trabajar los dos mancomunados, unidos... pues si uno dice "si", y el otro dice "no", desconcierta... si una parte permite todo, o desacredita y la otra parte trata de poner un orden en la vida familiar, desorienta a los hijos que generalmente se sienten heridos en el alma, o tratan de sacar "ventajitas" de las desavenencias de sus propios padres...
PREVENIR. Nadie en la vida está libre de momentos desagradables, pero es necesario prevenir, medir las palabras y actitudes, pensando en las consecuencias; la bondad, el perdón, el diálogo y muchas veces el silencio antes que las palabras fuera de lugar. Son piezas claves para la armonía familiar. Conviene recordar aquí lo que decía San Francisco de Sales: "caza más moscas una gota de miel que un barril de vinagre.
Desastres familiares provienen generalmente de cosas pequeñas que se amontonan y nunca se quiere enfrentar y aceptar para darle adecuada solución... y luego resulta tarde. Un divorciado confiaba esto: "Hubo en mi matrimonio malos ratos que yo pensaba que eran intolerables... hasta que he descubierto que la vida es más intolerable sin ellos". Al respecto aconsejaba el cardenal Feltin: "Que los esposos no se hagan ilusiones: la felicidad que los esposos encontrarán en el hogar será siempre fruto de una renuncia recíproca. El amor tendrá que ser purificado y cultivado siempre, debe construirse sin descanso, no existe un estado definitivo, una conquista definitiva del amor".
Cuando pensamos que la felicidad del hogar es completa, siempre surge un nuevo deseo... Lo importante: actuar siempre sin egoísmos, que es como un cáncer que carcome toda ilusión. La mayoría de los enfrentamientos entre esposos, o entre padres e hijos se debe a que sobra calle y falta hogar, sobran palabras y falta silencio; sobra bulla, bochinche y falta diálogo y oración.


viernes, 25 de septiembre de 2015

Familia: ¡Al rescate de los abuelos!

Algunos cambios sociales y las condiciones actuales de vida han limitado la función de los abuelos dentro de la familia. Bryce J. Christensen examina esta nueva situación en un estudio publicado en "The Family in America". A la vez, explica el importante papel que los abuelos tienen en la vida de los niños. Ofrecemos un resumen de este trabajo.
Gracias al aumento de la longevidad, actualmente hay más personas que nunca con posibilidad de ser abuelos, y de serlo por más tiempo. En Estados Unidos, a principios de siglo había sólo 14 abuelos por cada 100 padres, mientras que hoy la proporción es de 48 por 100. Sin embargo, diversos factores sociales hacen que a menudo se desaproveche su valiosa contribución a la vida familiar.
La memoria familiar
Los abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños. Según el psiquiatra infantil Kornhaber, "para un niño, sólo los padres está por encima de los abuelos en la jerarquía del afecto".
Los abuelos son como "libros vivientes y archivos de la familia", dice Kornhaber. Transmiten experiencia a sus nietos y les inculcan valores. Esta función es especialmente importante en la actualidad, ya que, al pertenecer a una generación en que había menos divorcios y más familias numerosas, los abuelos están en condiciones de "ayudar a los padres y a los nietos a comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo esenciales para una buena vida familiar. En palabras de un periodista "se aprende más de diez abuelos que de diez expertos en temas familiares."
En particular, los abuelos pueden ser excelentes transmisores de la herencia religiosa. Para los niños, los abuelos son símbolos vivientes de la tradición y de las trascendencia.
Abuelos en los tribunales
Por desgracia, las nuevas tendencias sociales y familiares privan a muchos niños de los abuelos. En primer lugar, a causa de la brusca caída de la fertilidad, un gran número de personas mayores tienen pocos nietos o ninguno. Se prevé que en el año 2000 habrá en Estados Unidos más mayores de 55 años que niños menores de 14, lo que supondrá un desequilibrio demográfico sin precedentes. Y se observa que los hijos únicos -muy frecuentes ahora- suelen tener a su vez un solo hijo. En opinión de algunos estudiosos, esta escasez de nietos puede tener efectos educativos perjudiciales, al provocar en los abuelos demasiada competencia por el afecto y la atención de los niños.
El problema se complica con el divorcio. Cuando los padres se separan, los niños pierden dos abuelos, generalmente paternos, ya que suele ser la madre la que se queda con los hijos. Para la madre divorciada, la ruptura con el marido lleva naturalmente a cortar la relación con los suegros, como parte de su deseo de enterrar los antiguos vínculos. Así, es frecuente que la madre impida que los padres del ex marido visiten a sus nietos. Lo que resulta doloroso para los abuelos paternos y para los niños, que siguen ligados con lazos de sangre y por tanto no en las cosas del mismo modo.
Esto ha provocado que en Estados Unidos algunos abuelos acudan a los tribunales para que se les otorgue el derecho de visitar a sus nietos. Es ilustrativo de las situaciones paradójicas y los quebraderos de cabeza a los que conduce el divorcio. Por un lado, el mantenimiento de la relación abuelos-nietos es natural. Por otro, la pura lógica legal se opone a que persistan vínculos de derivados de un matrimonio declarado disuelto.
De modo que, mientras unos juristas están a favor de reconocer el derecho a visita a los abuelos, pensado en el bien de los niños, otros consideran que eso significa una intrusión en asuntos familiares y una dificultad adicional para que se cierre la herida abierta por el divorcio.
En cualquier caso, el recurso a los jueces acarrea consecuencias desagradables. El proceso inevitablemente saca a la luz disputas familiares: para los niños, ya maltratados emocionalmente por la ruptura de sus padres, es un golpe más. Y si el tribunal concede derecho de visita a los abuelos, los pequeños no podrán menos que percibir un conflicto entre el afecto por aquellos y la postura de su madre; pero en caso contrario, sufrirán igualmente, al verse separados de sus abuelos.
En sustitución del padre
Los abuelos maternos están en otro caso. Muchas veces han de llenar el vacío creado por la desaparición del padre al producirse el divorcio. Cuando unos abuelos ejercen las funciones que normalmente corresponden al padre, se crea una situación ambigua. Para el niño, los abuelos son objeto de cariño particular y está investidos de una autoridad distinta de la del padre. Si se mezclan los papeles, el niño parece tener unos abuelos demasiado enérgicos o un "padre" excesivamente blando.
Si la madre vuelve a casarse los niños no ganan -contra lo que se podría pensar- dos nuevos abuelos que reemplacen a los perdidos. Los "abuelastros" no se sienten especialmente vinculados a los "nietastros", ni estos a aquellos. A la vez, los verdaderos abuelos paternos quedan aún más marginados.
Un síntoma más de la actual patología familiar son los nacimientos ilegítimos. En Estados Unidos, no llegaban a 400.000 en 1970, pero en 1988 fueron más de un millón. En relación con el total de nacimientos, pasaron del 11% al 25% en el mismo período. Este fenómeno también crea situaciones difíciles desde el punto de vista de los abuelos. Rara vez los abuelos paternos de un niño nacido fuera del matrimonio ayudan o ven siquiera al pequeño.
Por su parte, los abuelos maternos suelen verse obligados a sustituir al padre ausente. Pero es habitual que estén disgustados por el nacimiento ilegítimo, lo que puede influir negativamente en su afecto hacia el nieto. De este modo, el aumento de nacimientos ilegítimos también contribuye a que haya niños privados de los valiosos beneficios que les podrían dar unos buenos abuelos.
Apartheid generacional
Incluso cuando no media divorcio ni unión ilegítima, la labor de los abuelos resulta obstaculizada por los recientes cambios del ambiente social.
En primer lugar, ahora es más difícil que los abuelos vivan cerca de sus nietos. Las distancias hacen que la familia nuclear lleve una vida separada de los demás parientes. A menudo los abuelos no están tan lejos que no puedan visitar a los nietos en forma más o menos regular. Pero las visitas periódicas no son suficientes para que los abuelos lleguen a formar parte de la vida diaria de la familia, por lo que se convierten en algo parecido a los actos sociales, como las reuniones con los amigos.
Otro fenómeno reciente que aumenta la separación física entre los abuelos y nietos es la proliferación -especialmente marcada en Estados Unidos- de zonas residenciales para jubilados, generalmente situadas en lugares cálidos.
Christensen se refiere también a los efectos de la cultura juvenil. La exaltación de la juventud como valor en sí mismo ha llevado a un cierto menosprecio de los mayores. El culto acrítico a las novedades crea el prejuicio de que por boca del abuelo habla un pasado caduco, más que la experiencia y la sabiduría, por lo que sus opiniones son menos tenidas en cuenta. Esto es, en ocasiones, tan general y notorio, que muchos abuelos renuncian a dar consejos a sus hijos y nietos. En consecuencia, los abuelos de hoy tienen menos autoridad e influyen menos en la formación de los nietos. Los miman, pero no los educan como en otros tiempos, ni tienen la misma facilidad para inculcarles verdades espirituales y morales.
Abuelos atendidos en casa
Otro hecho que favorece la marginación del abuelo es la creciente tendencia a transferir a instituciones especiales la responsabilidad de cuidar de los ancianos, que tradicionalmente ha corrido a cargo de la familia. Esto es, en parte consecuencia de la baja fecundidad, pues cada vez más ancianos tienen uno solo o ningún hijo que pueda ocuparse de ellos. También influye el aumento de familias en que trabajan los dos cónyuges.
Christensen señala un factor mas: la resistencia pensar en la muerte. Citando al historiador francés Philippe Ariés, "la muerte se ha convertido en un tabú, en una cosa innombrable". Se prefiere que el pariente anciano muera en el hospital, donde "saben que hacer en estos casos", en vez de en casa, rodeado de la familia, nietos incluidos. La agonía y la muerte se han hecho casi invisibles, salvo para los profesionales sanitaristas.
El olvido de la muerte fomenta la búsqueda de satisfacciones terrenas. "Cuando la moralidad dominante -dice Christensen- se basa en la existencia de un juicio después de la muerte, los que está cerca de ella naturalmente son objeto de un profundo respeto". Mientras que si sólo se persigue el éxito y la recompensa en esta vida, la reverencia a los ancianos se pierde en gran medida.
Para que los abuelos vuelvan a ocupar el lugar que merecen, el autor cree que es preciso reformar los sistemas de seguridad social, de modo que las familias contribuyan más al cuidado de sus mayores en forma directa. El mal estado financiero de la seguridad social en muchos países puede hacer que, en el futuro, esta opinión se convierta en un imperativo. De todas formas, no es una cuestión meramente económica. Si la familia numerosa sigue siendo una rara avis, resultará difícil que los ancianos pasen del asilo al hogar familiar.
Una asignatura que nadie más enseña
El fondo del problema, señala el autor, esta en los mismos factores sociales, espirituales y culturales que perjudican a la familia en general. Christensen propone algunas soluciones al alcance de las familias mismas.
Los abuelos, dice Christensen, deben renunciar a la extendida aspiración de disfrutar de un cómodo retiro lleno de diversiones y de viajes de placer. Por el contrario, tienen la posibilidad de llenar los últimos años de su vida con una tarea más útil y satisfactoria: dedicarse a sus hijos y nietos. A su vez, los padres deberían tener en cuenta el factor de la proximidad de los abuelos a la hora de fijar su residencia. Conviene también "apagar mas a menudo la televisión y el video para que los nietos puedan escuchar historias narradas por los abuelos". Hay que hacer un sitio a los abuelos en los planes familiares, para que compartan con los nietos las vacaciones, los días de fiesta, y la asistencia a actos de culto. Y, aunque esto suponga un sacrificio, la familia misma debe ocuparse directamente del cuidado de los abuelos ancianos, sin recurrir a la residencia o al hospital salvo cuando no quede otro remedio.
Desde cierto punto de vista, hoy los abuelos son mas necesarios que nunca. Su ayuda puede ser especialmente valiosa para los matrimonios jóvenes que necesitan dos sueldos. Pero los abuelos son mucho más que una buena guardería: son un eficaz complemento de la tarea educativa de los padres. Como dice el citado psiquiatra Kornhaber, "La asignatura que imparte el abuelo no se enseña en ningún otro sitio".
Extractado de Revista NUEVA LECTURA
(Nro. 4 pág. 40)
Enlace al artículo original: https://www.aciprensa.com/Familia/abuelos.htm


jueves, 24 de septiembre de 2015

El amor en familia: conocer

Formar a nuestros hijos en la afectividad es ayudarlos a desarrollar su capacidad de amar. El amor se transmite principalmente en la familia.
LA FAMILIA
"La familia es una íntima comunidad de vida y amor" cuya misión es "custodiar, revelar y comunicar el amor" con cuatro cometidos generales (Familiaris Consortio):
*Formación de una comunidad de personas 
*Servicio a la vida 
*Participación en el desarrollo de la sociedad 
*Participación en la vida y misión de la iglesia

Aprender a Amar
La capacidad de amar es resultado del desarrollo afectivo del ser humano durante los primeros años de su vida. El desarrollo afectivo es un proceso continuo y secuencial, desde la infancia hasta la edad adulta.
La madurez afectiva es un largo proceso por el que el ser humano se prepara para la comunicación íntima y personal con sus semejantes como un Yo único e irrepetible; y que debe desencadenarse al primer contacto del niño con el adulto perpetuándose a lo largo de su existencia.
A pesar de que el hombre fue creado por Dios con una capacidad innata para amar, el crecimiento y la vivencia del amor se realiza a través de la experiencia que el hombre va adquiriendo a lo largo de toda su vida. En el contexto individual de cada persona, esta experiencia se ubica en su familia.
En la familia es donde se hace posible el amor, el amor sin condiciones; los padres que inician la familia con una promesa de amor quieren a sus hijos porque son sus hijos, no en razón de sus cualidades. "La familia es un centro de intimidad y apertura".
Es en el seno familiar donde cultivamos lo humano del hombre, que es el enseñarlo a pensar, a profundizar, a reflexionar. Es en el ámbito de la familia donde el hombre aprende el cultivo de las virtudes, el respeto que es el guardián del amor, la honradez, la generosidad, la responsabilidad, el amor al trabajo, la gratitud, etc. La familia nos invita a ser creativos en el cultivo de la inteligencia, la voluntad y el corazón, para poder contribuir y abrirnos a la sociedad preparados e íntegros. El amor de la familia debe trasmitirse a la sociedad.
La familia es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir a este mundo y su experiencia es decisiva para siempre.
"La familia, dice Juan Pablo II, es la primera y más importante escuela de amor". "La grandeza y la responsabilidad de la familia están en ser la primera comunidad de vida y amor, el primer ambiente en donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también y ante todo por Dios".
Todo se relaciona con el misterio del Padre que nos ha creado por amor y para que amemos. Nos ha hecho a su imagen y semejanza, todos somos hijos suyos iguales en dignidad. Para revelarnos su paternidad de amor "nos hace nacer del amor" de un hombre y de una mujer e instituye la familia; ella es el lugar del amor y de la vida, o dicho de una mejor manera: "el lugar donde el amor engendra la vida".
Amor conyugal, modelo de amor para los hijos.
"La familia es la primera y fundamental escuela de sociabilidad, como comunidad de amor encuentra en el don de sí misma la ley que le rige y le hace crecer. El don de sí que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad representan la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad"(Familiaris Consortio)
Alguien dijo que "se puede procrear fuera de la familia, pero sólo en familia se puede educar", y educar para amar sólo se puede en el ámbito de la familia: amando. El ejemplo es el mejor método para educar; hay una frase que dice "Lo que eres habla tan fuerte, que no oigo lo que me dices". Qué nos ganamos con decir, o pretender demostrar, amor a nuestros hijos, lo que importa es lo que ellos ven en la forma como tratamos a nuestro cónyuge.
Tenemos que entender claramente que no hay nada que eduque más y mejor a los hijos que el ejemplo de amor que ven en sus padres como pareja. Para realmente poder amar a nuestros hijos tenemos primero que amar a nuestro cónyuge.
El amor, factor de desarrollo de los hijos
El otro aspecto fundamental de la influencia del amor, dentro de la familia lo encontramos en el desarrollo de la persona, más particularmente, de los hijos.
Cada familia, aun sin pretenderlo crea un ambiente (de amor o de despego y egoísmo, de rigidez o de ternura, de orden o de anarquía, de trabajo o de pereza, de ostentación o de sencillez, etc.) que influye en todos sus miembros, pero especialmente en los niños y en los más jóvenes.
CONOCER
Amar es buscar el bien integral del otro. El que ama y sólo el que ama, conoce bien a la persona amada, porque la conoce no sólo como aparece sino como es por dentro, y más aún conoce "su posible", aquello que puede y "debe" llegar a ser. Como dice Paul Valéry "lo que es más verdadero de un individuo, lo más de él mismo, es su posible, lo que puede llegar a ser".
Partiendo del hecho de que el hombre "es un ser en proceso" pensemos que es en la familia donde más va a avanzar dentro de este proceso. Así podremos valorar la trascendencia de nuestro amor a los hijos. Nuestro amor será responsable de que ellos alcancen la estatura que deben llegar a tener, en todos los aspectos de su persona.
El que ama no sólo conoce lo que la persona amada puede llegar a ser, sino que "le ayuda a ello", le ayuda a que desarrolle todas las potencialidades que tiene y que muchas veces ignora, le ayuda a que sea lo que puede llegar a ser.
CONFIAR
La psicología afirma que el afecto estimula el aprendizaje y desarrolla la inteligencia gracias a la sensación de seguridad y confianza que otorga y que se desarrolla lentamente a través de la infancia, la niñez y la adolescencia.
La persona humana que está siempre en proceso de irse haciendo, es un ser con cierta dosis de inseguridad. El que se siente amado experimenta dentro de sí una fuerza que incrementa su seguridad.
Sentir la confianza de las personas queridas es, no sólo de gran ayuda, sino en muchas ocasiones "vital".
Confiar no significa hacerse de la vista gorda, consentir, ceder. Confiar significa creer en la persona a pesar de que los hechos estén en su contra.
Confiar en alguien implica ser paciente, saber esperar.
¿Cómo podemos infundir confianza en nuestros hijos?. Ayudándoles a que descubran sus cualidades, limitaciones y defectos. Ayudándoles a que desarrollen cualidades, animándoles y aplaudiendo sus logros por pequeños que sean, ayudándoles a que descubran a dónde pueden llevarles sus inclinaciones si no las dominan y sobre todo, haciéndoles sentir nuestro cariño. Para esto necesitamos no sólo paciencia, sino también tiempo.
Lo contrario de la confianza es descargar sobre nuestros hijos nuestro coraje e impaciencia, echar en cara sus torpezas, fallas y malas acciones, sin transmitirles la seguridad que tenemos de que pueden cambiar. El decirles "eres malo" en lugar de "lo que hiciste" es una acción mala.
EXIGIR.
Exigir es un ingrediente esencial del amor. 
Sólo quién en nombre del amor sabe ser exigente consigo mismo puede exigir por amor a los demás; porque el amor es exigente. Lo es en cada situación humana.

El amor, al que San Pablo dedicó un himno en la Carta a los Corintios, es ciertamente exigente "amor paciente, servicial, comprensivo...".
Amar a los hijos no significa evitarles todo sufrimiento. Amar es buscar el bien para el ser amado en última instancia y no la complacencia momentánea. Es posible que algunas veces por amor a un hijo le generemos una frustración momentánea que en realidad lo prepara para un bien más grande. 
El amor necesita disciplina.

Citamos a Ignace Lepp, en su libro Psicoanálisis del amor nos dice: 
"El amor auténtico es el más eficaz creador y promotor de la existencia. Si tantas personas - bien o mejor dotadas - siguen siendo tan mediocres, se debe a menudo, a que nunca han sido amadas con un amor tierno y exigente"

Trascendencia del amor
El amor auténtico vivido en la familia debe alcanzar a la sociedad, la familia debe salir de sí misma y compartir esta vivencia profunda del amor entre ellos que es un reflejo del amor de Dios Padre.
Los Apóstoles comprendieron que el matrimonio y la familia es una verdadera vocación que proviene de Dios, un apostolado, el apostolado de los laicos. Estos ayudan a la transformación de la tierra y a la renovación del mundo, de la creación y de toda la humanidad.
A este respecto el Papa Juan Pablo II en la Carta a las Familias nos dice: "Queridas Familias: vosotras debéis ser también valientes, dispuestas siempre a ser testimonio de la esperanza que tenéis por que ha sido depositada en vuestro corazón por el Buen Pastor mediante el Evangelio. Debéis estar dispuestas a seguir a Cristo hacia aquellos pastos que dan la vida y que Él mismo ha preparado con el misterio pascual de su muerte y resurrección."
El amor en la familia tiene dos cometidos fundamentales:
1. Enseñar el amor, aprender a amar. Revelar, custodiar y comunicar el amor, y proyectarlo a la sociedad.
2. Ayudar a cada uno de sus miembros, especialmente a los hijos, a que desarrollen todas sus potencialidades, que lleguen lo más cerca posible, a lo que deben llegar a ser, que alcancen la vocación a la que han sido llamados por su Creador.
Enlace al artículo original:  https://www.aciprensa.com/Familia/amarfami.htm


miércoles, 23 de septiembre de 2015

7 consejos para un matrimonio maduro

Por Ricardo Ruvalcaba - equipogama@arcol.org
1. El matrimonio es para amar. Y amar es una decisión, no un sentimiento. Amar es donación. La medida del amor es la capacidad de sacrificio. La medida del amor es amar sin medida. Quien no sabe morir, no sabe amar. No olvides: amar ya es recompensa en sí. Amar es buscar el bien del otro: cuanto más grande el bien, mayor el amor. Los hijos son la plenitud del amor matrimonial.
2. El amor verdadero no caduca. Se mantiene fresco y dura hasta la muerte, a pesar de que toda convivencia a la larga traiga problemas. El amor, ama hoy y mañana. El capricho, sólo ama hoy. Los matrimonios son como los jarrones de museo: entre más años y heridas tengan, más valen, siempre y cuando permanezcan íntegros. Soportar las heridas y la lima del tiempo, y mantenerse en una sola pieza es lo que más valor les da. El amor hace maravillas.
3. Toda fidelidad matrimonial debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración. La fidelidad es constancia. En la vida hay que elegir entre lo fácil o lo correcto. Es fácil ser coherente algunos días. Correcto ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de alegría, correcto serlo en la hora de la tribulación. La coherencia que dura a lo largo de toda la vida se llama fidelidad. Correcto es amar en la dificultad porque es cuando más lo necesitan.
4. Séneca afirmó: “Si quieres ser amado, ama”. El verdadero amor busca en el otro no algo para disfrutar, sino alguien a quien hacer feliz. La felicidad de tu pareja debe ser tu propia felicidad. No te has casado con un cuerpo, te has casado con una persona, que será feliz amando y siendo amada. No te casas para ser feliz. Te casas para hacer feliz a tu pareja.
5. El matrimonio, no es “martirmonio.” De ti depende que la vida conyugal no sea como una fortaleza sitiada, en la que, según el dicho, “los que están fuera, desearían entrar, pero los que están dentro, quisieran salir”.
6. El amor matrimonial es como una fogata, se apaga si no la alimentas. Cada recuerdo es un alimento del amor. Piensa mucho y bien de tu pareja. Fíjate en sus virtudes y perdona sus defectos. Que el amor sea tu uniforme. Amar es hacer que el amado exista para siempre. Amar es decir: “Tú, gracias a mí, no morirás”.
7. Para perseverar en el amor hasta la muerte, vive las tres “Des”: Dios. Diálogo. Detalles.
a. Dios: “Familia que reza unida, permanece unida”.
b. Diálogo, para evitar que los problemas crezcan.
c. Detalles: de palabra y de obra. “Qué bonito peinado”. “¿Qué se te antoja comer?” “Eres el mejor esposo del mundo”. “Hoy, la cena la hago yo”. “Nuestros hijos están orgullosos de ti”. El amor matrimonial nunca puede estar ocioso.

martes, 22 de septiembre de 2015

Educación de los sentimientos

Por Alfonso Aguiló Pastrana
Acabo de leer que cada año, sólo en Francia, se fugan de sus casas cien mil adolescentes, y cincuenta mil intentan suicidarse. Los estragos de las drogas -blandas, duras, naturales o de diseño- son conocidos y lamentados por todos. Parece como si las conductas adictivas fueran casi el único refugio a la desolación de muchos jóvenes. La gente mueve la cabeza horrorizada y piensa que casi nada se puede hacer, que son los signos de los tiempos, un destino inexorable y ciego.
Sin embargo, se pueden hacer muchas cosas. Y una de ellas, muy importante, es educar mejor los sentimientos. El sentimiento no tiene por qué ser un sentimentalismo vaporoso, blandengue y azucarado. El sentimiento es una poderosa realidad humana, que es preciso educar, pues no en vano los sentimientos son los que con más fuerza habitualmente nos impulsan a actuar.
Los sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o destemplándonos. Aparecen siempre en el origen de nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones, esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante nuestros actos, produciendo placer, disgusto, diversión o aburrimiento. Y surgen también cuando los hemos concluido, haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia.
Sin embargo, este asunto, de vital importancia en educación, en muchos casos abandonado a su suerte. La confusa impresión de que los sentimientos son una realidad innata, inexorable, oscura, misteriosa, irracional y ajena a nuestro control, ha provocado un considerable desinterés por su educación. Pero la realidad es que los sentimientos son influenciables, moldeables, y si la familia y la escuela no empeñan en ello, será el entorno social quien se encargue de hacerlo.
Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado los sentimientos propios o los ajenos. Con ello cuenta quien trata de enamorar a una persona, o de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa. Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras emociones y a también un poco las de los demás. El marketing, la publicidad, la retórica, siempre han buscado cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto lo sabemos, y aún así seguimos pensando muchas veces que los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y decimos que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas o envidiosas, depresivas o exaltadas, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si fuera algo que responde casi sólo a una inexorable naturaleza.
Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil de precisar. Pero sabemos también la importancia de la primera educación infantil, del fuerte influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Las disposiciones sentimentales pueden modelarse bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los sentimientos favorecen unas acciones y entorpecen otras, y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna, iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto personal que nos engrandece. La envidia, el egoísmo, la agresividad, la crueldad, la desidia, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de una adecuada educación de los correspondientes sentimientos, y son carencias que quebrantan notablemente las posibilidades de una vida feliz.
Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés. ¿Quién se ocupa de hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por la carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad afectiva. La pregunta es ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar? ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, estimulante y complejo.
proponer un programa exigente y completo de valores, apoyados y vividos desde una educación para la virtud, permitirá que los niños, adolescentes, jóvenes y adultos maduren cada día en su humanidad, vivan abiertos a los demás, y se preparen en serio a la meta en la que se decide, para siempre, el bien verdadero de cada uno de nosotros: el encuentro eterno con Dios. ¿No debería ser esa la señal inequívoca de que hemos sabido ofrecer un buen programa de formación en los valores?

lunes, 21 de septiembre de 2015

«Quien no vive para servir, no sirve para vivir»

Homilía del Papa en la Misa en la Plaza de la Revolución de La Habana. 20 de septiembre de 2015

En el segundo día de su Viaje Apostólico a Cuba la mañana del Papa inició con la Santa Misa en el XXV domingo del tiempo ordinario en la Plaza de la Revolución José Martí de La Habana. La Plaza, lugar simbólico del país, fue escenario de la histórica Misa presidida por el Santo Padre Francisco con la presencia de miles de fieles y peregrinos que se dieron cita para oír las palabras del Sucesor de Pedro.

HOMILÍA COMPLETA DEL SANTO PADRE
El Evangelio nos presenta a Jesús haciéndole una pregunta aparentemente indiscreta a sus discípulos: «¿De qué discutían por el camino?». Una pregunta que también puede hacernos hoy: ¿De qué hablan cotidianamente? ¿Cuáles son sus aspiraciones? «Ellos –dice el Evangelio– no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante». Los discípulos tenían vergüenza de decirle a Jesús de lo que hablaban. En los discípulos de ayer, como en nosotros hoy, nos puede acompañar la misma discusión: ¿Quién es el más importante?
Jesús no insiste con la pregunta, no los obliga a responderle de qué hablaban por el camino, pero la pregunta permanece no solo en la mente, sino en el corazón de los discípulos.
¿Quién es el más importante? Una pregunta que nos acompañará toda la vida y en las distintas etapas seremos desafiados a responderla. No podemos escapar a esta pregunta, está grabada en el corazón. Recuerdo más de una vez en reuniones familiares preguntar a los hijos: ¿A quién querés más, a papá o a mamá? Es como preguntarle: ¿Quién es más importante para vos? ¿Es tan solo un simple juego de niños esta pregunta? La historia de la humanidad ha estado marcada por el modo de responder a esta pregunta.
Jesús no le teme a las preguntas de los hombres; no le teme a la humanidad ni a las distintas búsquedas que ésta realiza. Al contrario, Él conoce los «recovecos» del corazón humano, y como buen pedagogo está dispuesto a acompañarnos siempre. Fiel a su estilo, asume nuestras búsquedas, aspiraciones y les da un nuevo horizonte. Fiel a su estilo, logra dar una respuesta capaz de plantear un nuevo desafío, descolocando «las respuestas esperadas» o lo aparentemente establecido. Fiel a su estilo, Jesús siempre plantea la lógica del amor. Una lógica capaz de ser vivida por todos, porque es para todos.
Lejos de todo tipo de elitismo, el horizonte de Jesús no es para unos pocos privilegiados capaces de llegar al «conocimiento deseado» o a distintos niveles de espiritualidad. El horizonte de Jesús, siempre es una oferta para la vida cotidiana también aquí en «nuestra isla»; una oferta que siempre hace que el día a día tenga sabor a eternidad.
¿Quién es el más importante? Jesús es simple en su respuesta: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Quien quiera ser grande, que sirva a los demás, no que se sirva de los demás.     
He ahí la gran paradoja de Jesús. Los discípulos discutían quién ocuparía el lugar más importante, quién sería seleccionado como el privilegiado, quién estaría exceptuado de la ley común, de la norma general, para destacarse en un afán de superioridad sobre los demás. Quién escalaría más pronto para ocupar los cargos que darían ciertas ventajas.
Jesús les trastoca su lógica diciéndoles sencillamente que la vida auténtica se vive en el compromiso concreto con el prójimo.
La invitación al servicio posee una peculiaridad a la que debemos estar atentos. Servir significa, en gran parte, cuidar la fragilidad. Cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. Son los rostros sufrientes, desprotegidos y angustiados a los que Jesús propone mirar e invita concretamente a amar. Amor que se plasma en acciones y decisiones. Amor que se manifiesta en las distintas tareas que como ciudadanos estamos invitados a desarrollar. Las personas de carne y hueso, con su vida, su historia y especialmente con su fragilidad, son las que estamos invitados por Jesús a defender, a cuidar, a servir. Porque ser cristiano entraña servir la dignidad de sus hermanos, luchar por la dignidad de sus hermanos y vivir para la dignidad de sus hermanos. Por eso, el cristiano es invitado siempre a dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la  mirada concreta a los más frágiles.
Hay un «servicio» que sirve; pero debemos cuidarnos del otro servicio, de la tentación del «servicio» que «se» sirve.  Hay una forma de ejercer el servicio que tiene como interés el beneficiar a los «míos», en nombre de lo «nuestro». Ese servicio siempre deja a los «tuyos» por fuera, generando una dinámica de exclusión.
Todos estamos llamados por vocación cristiana al servicio que sirve y a ayudarnos mutuamente a no caer en las tentaciones del «servicio que se sirve». Todos estamos invitados, estimulados por Jesús a hacernos cargo los unos de los otros por amor. Y esto sin mirar al costado para ver lo que el vecino hace o ha dejado de hacer. Jesús nos dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos». No dice, si tu vecino quiere ser el primero que sirva. Debemos cuidarnos de la mirada enjuiciadora y animarnos a creer en la mirada transformadora a la que nos invita Jesús.
Este hacernos cargo por amor no apunta a una actitud de servilismo, por el contrario, pone en el centro de la cuestión al hermano: el servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la «padece» y busca su promoción. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a las personas.
El santo Pueblo fiel de Dios que camina en Cuba, es un pueblo que tiene gusto por la fiesta, por la amistad, por las cosas bellas. Es un pueblo que camina, que canta y alaba. Es un pueblo que tiene heridas, como todo pueblo, pero que sabe estar con los brazos abiertos, que marcha con esperanza, porque su vocación es de grandeza. Hoy los invito a que cuiden esa vocación, a que cuiden estos dones que Dios les ha regalado, pero especialmente quiero invitarlos a que cuiden y sirvan, de modo especial, la fragilidad de sus hermanos. No los descuiden por proyectos que puedan resultar seductores, pero que se desentienden del rostro del que está a su lado. Nosotros conocemos, somos testigos de la «fuerza imparable» de la resurrección, que «provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo» (cf. Evangelii gaudium, 276.278).
No nos olvidemos de la Buena Nueva de hoy: la importancia de un pueblo, de una nación; la importancia de una persona siempre se basa en cómo sirve la fragilidad de sus hermanos. En eso encontramos uno de los frutos de una verdadera humanidad.
«Quien no vive para servir, no sirve para vivir».

Por: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va 

domingo, 20 de septiembre de 2015

Los hijos, ¿propiedad o misión?

Por Fernando Pascual - fpa@arcol.org
Estamos acostumbrados a hablar de los hijos como si se tratase de algo propio, de una “posesión”. Tenemos un coche, tenemos una casa, tenemos un libro, tenemos un perro y... “tenemos cuatro hijos”.
Gracias a Dios, el coche no va a exigir sus derechos, ni va a gritar que no nos quiere. Si no arranca, lo llevamos al taller. Si después de dos semanas de arreglos no funciona, lo vendemos al chatarrero. En cambio, si el niño “no arranca” en la escuela...
Es cierto que los niños nacen dentro de una familia, por lo que resulta natural que la familia asuma la responsabilidad de esa vida que empieza. Pero el niño tiene un corazón, un alma, y eso no es propiedad de nadie. La filosofía nos enseña que el alma, lo más profundo de cada uno, no puede venir de los padres, sino que viene de Dios. Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y asumen la hermosa tarea de ayudarle, pero no pueden dominarlo como al coche o al perro.
Entonces, ¿cuál es la actitud más correcta ante el hijo que hoy “camina” a gatas por el pasillo y que pronto empezará a darse coscorrones en la cabeza? ¿Le dejamos hacer lo que quiera? Este era el sueño de Rousseau con su “creatura”, Emilio. No hace falta ser un gran psicólogo para comprender que el niño ideal de Rousseau llegaría a la juventud sólo por obra de un milagro... La realidad es que los padres están llamados a dar una formación profunda, correcta, clara, a sus hijos.
Primero enseñamos al niño normas de “seguridad”: no asomarse por la ventana, no meterse en la boca objetos peligrosos, no tocar animales extraños. Después, la búsqueda de la salud nos hace pedirle que tenga las manos limpias, que no se llene el estómago con caprichos, que no se rasque las heridas...
Simultáneamente enseñamos al hijo a hablar. Sus ojos cada día brillan de un modo distinto, y pronto su mundo interior, su corazón, se nos abre no sólo con las miradas, las manos y la sonrisa, sino con esas primeras y temblorosas palabras que empieza a decir con la confianza de ser acogido. Los padres que escuchan por vez primera “mamá”, “papá”, sienten muchas veces un vuelco en el corazón. El niño crece, y habla, y habla, y habla... Cuando ya ha aprendido un vocabulario básico, impresiona por su hambre de saber, de comunicar, de decir que nos quiere, o que ha dibujado un avión, o que ha visto una lagartija, o que acaba de encontrar un amigo de su edad...
Alguno podría pensar que la misión de los padres termina aquí, y que el resto le toca a la escuela. Sin embargo, el hijo todavía tiene que aprender detalles de educación que van mucho más allá de las normas de supervivencia o del usar bien las palabras del propio idioma. Dar las gracias, pedir permiso, saludar a un maestro, prestarle un juguete al amigo, hacer los deberes en vez de contemplar lo que pasan por la tele...
La educación moral es uno de los grandes retos de toda la vida familiar. La mayor alegría que pueden sentir unos padres es ver que sus hijos son, realmente, buenos ciudadanos. El dolor de cualquier padre es darse cuenta de que su hijo hace lo que quiere y que empieza a engañar a los maestros, a robar del monedero de mamá, a golpear a los compañeros o hermanos más pequeños, e, incluso, a levantar la voz en casa contra sus mismos padres...
San Agustín se quejaba de que sus educadores le regañaban más por un error de ortografía que por una falta de comportamiento. La queja tiene una triste actualidad en quienes se preocupan más por el 10 de sus hijos en inglés que por la pornografía que vean en internet o por las primeras drogas que puedan tomar con los amigos. Si somos sinceros, es mucho mejor tener un hijo agradecido y bueno, aunque no sepa alta matemática, en vez de tener un hijo ingeniero que ni siquiera es capaz de interesarse por lo que les ocurra a sus padres ancianos...
Los hijos no son propiedad de nadie, ni de la familia, ni de la escuela, ni del Estado. Pero todos, especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los niños y adolescentes a crecer en su vida como buenos ciudadanos y como hombres de bien. Esa es la misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de cada niño. Quienes hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han ayudado a respetar a los demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y justo, nunca seremos capaces de darles las gracias como se merecen. Quienes no han tenido esta dicha... pueden, al menos, preguntar cómo se puede enseñar a los hijos a ser, de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en los principios éticos más elevados.
Esa es la misión que reciben los esposos cuando su amor culmina en la llegada de un hijo. Cumplirla puede ser difícil, pero la alegría de un hijo bueno no se puede comprar ni con todo el dinero del Banco Mundial...

sábado, 19 de septiembre de 2015

La dimensión social de la Eucaristía

Camino hacia el Jubileo extraordinario de la Misericordia 


En la misión de la Iglesia la reconstrucción de la persona es inseparable de la reconstrucción de sus vínculos de pertenencia y comunión


Un tiempo fuerte de gracias
Hoy, a cincuenta años de la conclusión del Concilio Vaticano II, que se refería a la Eucaristía como “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”1, invitados por el papa Francisco a mirar lo que es esencial y primordial del Evangelio, convocados en este tiempo fuerte de gracias que es este Congreso Eucarístico y Mariano del Perú,  camino hacia el Jubileo extraordinario de la Misericordia… proclamemos todos, junto a los apóstoles en torno a Pedro, con sus sucesores, con los santos y mártires, con el magisterio perenne de la Iglesia y el “sensus fidei” del pueblo de Dios, de generación en generación… que el Verbo de Dios encarnado, Jesucristo crucificado y resucitado, está verdadera, real y sustancialmente presente en la Eucaristía, en los signos del pan y del vino.
Aquél que está en la Trinidad  “en el seno” del Padre, que es el mismo de la encarnación en el seno de María –Él, el hijo del carpintero, nacido en Belén, 2000 años ha– es el mismo que muerto en cruz y resucitado, es Presencia viva para los hombres de todo tiempo y lugar, dándonos su Cuerpo para ser comido y su Sangre para ser bebida. ¡Misterio grande de la fe y sacramento de nuestra redención!
En la Eucaristía, en cada Eucaristía, la Pascua de Cristo es evocada, re-presentada,  actualizada. Todo cambia con la muerte del Verbo encarnado y su glorificación como Señor del universo entero. Es la victoria de la vida –¡la vida eterna!– contra las potencias de muerte: la victoria de la suprema libertad contra todas las cadenas de esclavitudes; la victoria del amor contra el odio y el egoísmo. Es la perfecta reconciliación del hombre con Dios, consigo mismo, con los demás hombres y con la naturaleza: la certeza y promesa de un “cielo nuevo y una tierra nueva” donde no habrá más llanto ni crujir de dientes.
Si tenemos conciencia de la magnitud, sin medidas humanas, de este acontecimiento, ¡cuánto lo reducimos si participamos en la Eucaristía despojados del estupor ante tan tremendo misterio, si lo convertimos en una tradicional obligación ritual, incluso en un comportamiento gregario y conformista! ¡Cuánto ha de interpelarnos el hecho de que muchos creyentes no participen en la Eucaristía dominical, quedando con “una identidad cristiana, débil y vulnerable”!2 ¡Cuánto lo reducimos si lo vivimos apenas como devoción individual y cuando lo que celebramos en el templo resulta, de hecho, irrelevante para la vida, en seguida después del “la Misa ha terminado, vayan en paz”!

El mayor acontecimiento de la historia humana
Hablar de la “dimensión social” de la Eucaristía no es considerar esta dimensión como un agregado o mera consecuencia de la participación en ella. Participamos en un inaudito acontecimiento, el más decisivo en la vida de las personas, en la historia humana, en el destino del cosmos. Ser partícipes, mediante la Eucaristía, de la muerte y resurrección de Cristo, en obediencia al Padre, por gracia del Espíritu Santo, nos injerta en el dinamismo más radical y total que con-mueve el corazón de la persona, que atraviesa y guía la historia humana, que se enseñorea del cosmos entero. ¿Qué sería de la vida, cuál sería el sentido de toda la aventura humana, sin resurrección de entre los muertos? “La resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo entero. Donde parece que todo ha muerto vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable (…). La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo”, pues ha penetrado hasta el fondo y totalmente “la trama oculta de la historia”. Por eso, “en la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable (…). Es un acto de amor cósmico” (…), que une cielo y tierra y penetra todo lo creado”3.
Se trata de un acontecimiento, pues, que abraza todas las dimensiones de nuestra existencia. Por eso, la dimensión personal, social, histórica y cósmica del evento son inseparables. Ésta es la gracia que imploramos en este Congreso:  reconsiderar y revivir la inescrutable e inagotable verdad y belleza del Dios con nosotros en la Eucaristía.
Trataré de destacar especialmente esa “dimensión social” siguiendo el esquema que Su Santidad Juan Pablo II proponía en su primera Encíclica, «Redemptor Homínis”, cuando se refería a la Eucaristía que es, al mismo tiempo, Sacra­mento-Presencia, Sacramento-Sacrificio y Sacramento-Comunión4.

Del “hombre viejo” al “hombre nuevo”   
Afirma Santo Tomás que la Eucaristía es el sacramento por excelencia, el más importante, dado que en él Cristo está presente no sólo a través del don de su Gracia, sino personalmente. El Nuevo Testamento inicia anunciando que el Verbo se hizo carne y la Eucaristía es la última, la más radical e íntima, bien re­al determinación de ese acontecimiento, del don que Dios hace a los hombres de su presencia, de su compañía. “Si el Verbo no se hubiera hecho hombre no tendríamos su carne –escribe S. Agustín–, y si no tuviéramos su carne no co­meríamos el pan del altar”5. Este es el milagro más radical y potente de transformación de la persona: el encuentro y comunión con Dios, presencia permanente, Uno entre nosotros, Jesucristo en su Iglesia, objeto de experiencia como la presencia de un amigo, de un padre, de una madre, horizonte total que plasma la vida, el amor más decisivo y fecundo, punto de referencia en el modo de ver, concebir y afrontar toda la realidad.
 “¿Qué es, en efecto, el cristianismo? ¿Es quizás una doctrina que se puede re­petir en una escuela de religión? ¿Es quizás un seguimiento de leyes morales? ¿Es quizás un cierto conjunto de ritos? Todo esto es secundario, viene después. El cristianismo es un hecho, un acontecimiento”6.  Es, antes que todo, una presen­cia, el aquí y el ahora del Señor, que nos sostiene en el aquí y ahora de la fe y de la vida de fe. Ni teoría, ni moralismo, ni ritualismo, sino acontecimiento y, por eso, encuentro real con una Presencia, la del Dios que ha entrado en la historia y que en la Eucaristía es “carne y sangre de Jesús encarnado”7. No se trata cier­tamente de un recuerdo nostálgico y devoto de lo acontecido casi 2000 años ha, sino del reconocimiento, a la luz de la fe, de su Presencia viva que viene siempre al encuentro de los hombres y que nos llama a su seguimiento, hoy con la misma realidad, novedad y actualidad, con el mismo poder de persuasión y afección que tuvo hace dos mil años con sus primeros discípulos y hace 500 años con los “juandiego” del Nuevo Mundo. Por eso, el papa Francisco asegura que no se cansará de repetir “aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: ‘No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
 “En realidad –nos dice el Concilio Vaticano II–  el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”9. “El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre” 10. La Eucaristía es nuestra pascua, nuestro paso del “hombre viejo” al “hombre nuevo”, la conciencia viva de nuestra suprema dignidad humana, creados a imagen y semejanza de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, liberados del pecado y llamados a crecer en humanidad. No hay más excelsa dignidad de la persona humana que la del bautizado, incorporado a Cristo en la Eucaristía. El Evangelio de Jesucristo es “buena noticia” sobre la dignidad de la persona humana”11. Se trata de una “dignidad infinita”. “Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso”12
Este encuentro con Cristo, que se renueva en cada Eucaristía, es la respuesta sobreabundante pero totalmente correspondiente y satisfactoria a los anhelos de verdad y amor, de felicidad y justicia, de los que está hecho el corazón del hombre. El ser humano está hecho de infinito. Esos deseos y exigencias de su “corazón” no admiten confines. Queremos la verdad entera sobre las cosas, desde los indomables e ininterrumpidos “porqué” que nos acompañan desde la infancia hasta las investigaciones de las ciencias, las reflexiones de la metafísica, la inteligencia de la fe. Sabemos que todo aspecto particular adquiere su verdadera luz desde la totalidad, y ello conduce nuestra sed de verdad al fondo, a la raíz y a la totalidad de la realidad. Queremos ser totalmente felices, sin que se trate de una experiencia pasajera, interrumpida y empañada por dolores, sufrimientos y fracasos. Nos rebelamos ante las injusticias en las que personas, grupos sociales y pueblos enteros quedan sometidos a la opresión, a la explotación, a la exclusión de los bienes destinados a todos, sobre todo del bien de la propia vida, de la propia dignidad. Queremos construir un mundo en que reine definitivamente la justicia, en el que se conviertan las espadas en arados y acaben las guerras, tiranías y esclavitudes. Queremos amar y, sobre todo, ser amados, con un amor que abrace toda nuestra humanidad, que supere todo límite, que sea más fuerte que la muerte, un amor sin fin, total, un amor para siempre. Sin embargo, cuanto más laten estos deseos y preguntas en el “corazón”, cuanto más se percibe su alcance totalizante, cuanto más arde la exigencia y más se levanta el clamor por respuestas y realizaciones totales de esos anhelos, tanto más se sufre la desproporción humana, la limitación de las capacidades humanas para alcanzar tal completa satisfacción. No logramos alcanzar toda la verdad, toda la felicidad, toda la justicia y todo el amor que ansiamos naturalmente, íntimamente, infinitamente, con nuestras fuerzas limitadas, desordenadas, finitas. Sería antinatural, irracional, inicuo, que esos deseos y exigencias que constituyen nuestro ser quedaran condenadas a la frustración. La vida no es, ¡no puede ser!, una “pasión inútil”, como escribía Jean-Paul Sartre. No son anhelos arbitrarios; apuntan a un más allá, claman por un más allá. Nuestro corazón tiene una necesidad última, imperiosa, de verdad y felicidad, justicia y amor, que claman por su realización. Sólo la hipótesis Dios, sólo la afirmación del Misterio como realidad que existe más allá de nuestra capacidad meramente humana, corresponde a la estructura original del hombre. Es el mismo Dios, que puso esos anhelos en el corazón del hombre –creado a su imagen y semejanza–, que viene al encuentro del hombre, en la historia, para comunicarle la certeza y la promesa de su plena realización.

La dignidad trascendente de la persona humana
Ni el poder ni la riqueza pueden satisfacer esos anhelos. Cuando el Estado o el mercado pretenden desconocer o reducir tales deseos, se atenta contra la “dignidad trascendente de la persona”13; cuando, en vez, pretenden darles respuesta y satisfacción se arrogan un poder salvífico que no hace más que generar infiernos. La dignidad de la política está en su servicio al bien común, reconociendo la primacía ontológica de esa dignidad de cada persona y de todas las personas.  El principio fundamental de toda comunidad o institución de la sociedad es el del respeto y promoción de la dignidad única, irrepetible e irreductible de cada persona humana, de toda persona humana.
Donde se ofusca la fe en Dios creador del hombre y hecho hombre, “entra en crisis el más profundo motivo de reconocimiento de la dignidad originaria de todo ser humano”14.  Por eso, todo intento de construir la ciudad humana sin Dios, contra Dios, termina por convertir a la persona en medio y no ya en fin, en cosa, instrumento, mercancía, fuerza anónima, número y engranaje de la maquinaria política, económica y cultural. El libro de Henri De Lubac –“El drama del humanismo ateo”– ilustra claramente esa parábola histórica de los “humanismos” ideológicos del siglo XX que concluyeron en terribles fenómenos de vasto y masivo alcance en la destrucción de lo humano. Así terminaron y se desmoronaron las utopías de construcción del “hombre nuevo” por el poder. Hoy más que nunca es tarea fundamental la de custodiar la dignidad trascendente de la persona humana, que no puede ser reducida a mera célula desechable del vientre materno, a eslabón de la cadena biológica, a productor o consumidor dentro de una lógica economicista, a la sola condición de ciudadano bajo la administración del Estado, a espectador pasivo de terminales electrónicos y televisivos, a objeto de todo tipo de manipulaciones.
Por eso, hay que recomenzar siempre de la persona, lo que a veces parece un objetivo ínfimo y desproporcionado ante los grandes escenarios y cuestiones globales. En realidad, se trata de abandonar el pensamiento engañador, ilusorio, de que este modelo o aquel sistema, en virtud de sus objetivos y mecanismos, pueda sustituir un cambio en el corazón de la persona, en sus actitudes y comportamientos. Ese es el realismo cristiano que propone, ante todo, rescatar la persona y sus obras, congénitamente frágiles, reformables, mejorables. Reconstruir la persona es un desafío que puede llamarse sintéticamente educativo: despertar y cultivar la humanidad del hombre, el estupor agradecido ante la grandeza y la belleza del ser de la persona, la autoconciencia de su dignidad, los anhelos de verdad –sentido de la vida y de toda la realidad– y de amor, de felicidad, belleza y justicia, que están arraigados en su corazón, con los que se afronta y discierne toda la realidad y por los que vale la pena vivir y convivir, sacrificarse y luchar, donarse y esperar. No hay mejor inversión, ni mayor riqueza, ni capital más productivo y rentable para la persona, la comunidad y toda la sociedad de lo que se despliega a partir de este auténtico trabajo educativo. La auténtica riqueza de una comunidad son sus hombres y mujeres, la dignidad de su razón y libertad, su disponibilidad para el sacrificio en la oferta conmovida de sí mismos, su capacidad de iniciativa, de laboriosidad, de empresa, de construcción solidaria. Estado y mercado tienen necesidad de sujetos libres, que enfrenten la realidad con esos anhelos de libertad, verdad y felicidad, que son los mejores recursos de humanidad. La persona es la fuerza de toda comunidad, de la sociedad, del Estado, de la misma comunidad cristiana. No en vano, cada vez se está valorizando más el capital humano como factor primordial en la empresa y en el desarrollo de las comunidades. Lo contrario –como realidad y amenaza– es la banalización de la conciencia y la experiencia de lo humano difundida capilarmente por la sociedad del consumo y del espectáculo, censurando las preguntas más connaturales e inquietantes de la persona sobre el sentido de la vida y de toda la realidad, atrofiando sus deseos de verdad y amor, felicidad y justicia, reduciendo y confundiendo la razón y la afectividad, la libertad y responsabilidad.

La transformación de la existencia de la persona
La Eucaristía es la suprema exaltación de lo humano.  Si es verdadero encuentro con Cristo, profunda comunión, entonces cambia la vida de quienes lo encuentran. Nada puede quedar ajeno a esa “metanoia”, es decir, a esa conversión, a esa transformación de toda la existencia. Si es verdadero encuentro, cambia la vida de la persona e imprime con su impronta la vida matrimonial y familiar, las amistades, el trabajo, las diversiones, el uso del tiempo libre y el dinero, el modo de mirar toda la realidad, e incluso los mínimos gestos cotidianos. Todo lo convierte en más humano, más verdadero, más esplendoroso de belleza, más feliz. Todo lo abraza con la potencia de un amor transfigurador, unitivo, vivificante. “El que está en Cristo, es nueva creación”15. Lo que queda sin cambiar hace parte de nuestra carga residual de paganismo, de mundanidad.
El cristianismo es llamado de Cristo a nuestra libertad; espera la simplicidad del “fiat”,  como el de la Virgen María, para que, por medio de la sacramentalidad de la Iglesia, se haga carne en nuestra carne. De tal modo se convierte en totalizante, que es lo contrario de un cristianismo disociado de los intereses vitales de la persona. Esa “metanoia”, esa novedad de vida, no es resultado del esfuerzo moral, siempre frágil, de la persona, sino fruto ante todo de la gracia, o sea, de un encuentro que se vuelve amistad, comunión, confianza en el amor misericordioso de Dios y que puede llegar a exclamar con el apóstol: “vivo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí”16.
 “La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar –señalaba Juan Pablo II– será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vivir más conformes a la dignidad humana”17.

La presencia real de Jesucristo en los pobres
El Papa Benedicto XVI nos recordaba, además, que “junto a la presencia real de Jesús en el sacramento, existe  aquella otra presencia real de Jesús en los más pequeños, en los despreciados de este mundo, en los últimos, en los cuales Él quiere que lo encontremos”18. Entre los Padres de la Iglesia se decía que los pobres son como “la segunda eucaristía” del Señor: “cuantas veces habéis hecho esto a uno de mis pequeños –dar de comer al hambriento, beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y encarcelados…– a Mí lo habéis hecho”, afirma el Señor en el  bien conocido texto del evangelista Mateo.
La Iglesia latinoamericana ha dado en este sentido una gran contribución a la Iglesia universal, cooperando a retomar ese amor preferencial por los pobres que es dimensión esencial del Evangelio, después de un arduo trabajo de discernimiento que dejara atrás pasividades indiferentes, por una parte, y reducciones ideológicas, políticas y moralistas, por otra. Por eso, el papa Francisco no se cansa, con las palabras y los gestos, de poner ante nuestros ojos la realidad de un Dios que, siendo rico, se abajó de modo inaudito en la pobreza y quiso que lo reconociéramos en el rostro de los pobres. Son los rostros que se encuentran en las periferias miserables de las grandes ciudades, en los niños de la calle, en los ancianos solos y empobrecidos, en los que sufren situaciones de desocupación e incluso de hambre, en las víctimas de la violencia, en los inmigrantes y refugiados, en los enfermos abandonados, en quienes ofuscan su dignidad por el alcohol y la droga, en las víctimas de la trata de seres humanos,  en los más indefensos que son los niños por nacer sometidos al crimen abominable del aborto. Son esos rostros con los que convivimos y que los Obispos latinoamericanos reconocían interpelantes en el documento final de la V Conferencia General del Episcopado latinoamericano en Aparecida19
Hay entre los pobres y la Eucaristía una misteriosa pero bien real e indisoluble relación. La Eucaristía nos ayuda a redescubrir la presencia del Señor en los pobres, mientras que los pobres nos ayudan a vivir la Eucaristía en toda su verdad, con todas sus exigencias. De allí que el papa Francisco haya podido hasta decir que habría que arrodillarse ante los pobres en la Iglesia20. Estamos todos llamados, pues, a renovar nuestro compromiso de amor solidario y eficaz a los pobres, sean que sufren pobreza material, pobreza moral o pobreza espiritual.

Entregar la vida por los demás
La existencia eucarística del cristiano tiene que reflejar e irradiar ese amor de quien dio su vida por nosotros, quedándose en nuestra compañía, dándonos su cuerpo para ser comido y su sangre para ser bebida.  Aquí entramos en esta otra inseparable dimensión de la Eucaristía como Sacrificio. Sabemos que la institución de la Eucaristía y la muerte de Jesús en la Cruz, signo de su amor redentor, son, de hecho, en su significado más profundo, un único misterio. El gesto profético en la última Cena ofreciendo su cuerpo “entregado” y su sangre “derramada” por muchos21, anticipa y presupone, así como anuncia e interpre­ta la muerte ya inminente de cruz. La Eucaristía es el memorial de ese Sacrifi­cio perfecto y definitivo del Verbo hecho carne[1]. Jesús abraza todo posible sufrimiento del hombre, realmente, cargando «con la iniquidad de todos nosotros”22.
Es el “cordero de Dios que quita el peca­do del mundo”23, víctima inocente que se da a sí mismo, que ofrece su propia vida, en obediencia y para glorificación del Padre. Es la  revelación del amor infinito e eterno que lo une, en obediencia, a su Padre misericordioso y, a la vez, del amor inaudito que los une a los hombres. Porque la gloria de Dios es la salvación del hombre.
“El amor que le impuso ir a la muerte por nosotros –escribe un gran teólogo24– fue también el que le hizo dársenos en comida. No se contentó con darnos sus dones, sus palabras y consejos, sino a sí mismo. Acaso haya que pre­guntar a la mujer, a la madre, a la amante, para hallar alguien que comprenda es­ta exigencia de dar, no algo, sino de dar a sí mismo. A sí mismo con todo el propio ser no solo el espíritu, no sólo la fidelidad, sino el cuerpo y el alma, la carne y la sangre: todo. Sin duda es el mayor amor querer alimentar a otro con lo que uno es. Y el Señor fue a la muerte para entrar por la resurrección, en aquel estado en que quería darse a todos en todo tiempo”.
Estemos atentos, hermanos, que en este lenguaje de dar su cuerpo y su sangre por nosotros, para nosotros, que los apóstoles consideraban  “demasiado duro”, entra la cruz,
 “escándalo” y “locura”25. Porque esta­mos siempre tentados de distraernos, de escaparnos, de las preguntas más acuciantes e ineludibles  de nuestra vida. Quisiéramos no contar con el peso de los límites de la criatura, con la contradicción de hacer el mal que no queremos y no hacer el bien que queremos, con la herida y la acechanza del sufri­miento, con la fatiga de nuestro trabajo, con la ambivalencia del instinto en la posesión de los afectos, con la muerte de los seres queridos y que es compañera inseparable de la vida... Quisiéramos que el hombre no fuera el lobo del hombre, el Caín del Abel, ni explotador, ni asesino, ni que fuéramos extraños e indiferentes los unos con los otros. Hasta llegamos a soñar un dios que no ne­cesitase la cruz para amar al hombre. «Esta es la horrenda raíz de vuestro error -escribía S. Agustín-: vosotros pretendéis hacer consistir el don de Cristo en su ejemplo, mientras que el don es su Persona misma»26.
Predica­mos a un «Cristo crucificado»27. No es la cruz ni mito, ni analogía, ni símbo­lo, menos un modelo literario. La Cruz es el signo terrible del pecado de los hombres, pero al mismo tiempo del misterio inaudito de la misericordia de Dios, que nunca nos defrauda ni abandona, que nos perdona siempre, aunque seamos nosotros los que “nos cansemos de pedir perdón”28. Es el signo de inagotable fecundidad en la reconciliación con Dios y con los hermanos. Por eso, la Iglesia es ministerio de reconciliación que va rompiendo todos los muros de separación entre los hombres y los pueblos, sean los muros que se alzan para fomentar la disgregación de la familia, sean los muros de inicuas desigualdades sociales alzados por  el dios dinero, sean los muros de contraposiciones alzados por los violentos y terroristas, sean los muros alzados por las lógicas de poder y las ideologías, sean los muros alzados por la indiferencia ante la vida, las necesidades y el destino de los demás.  ¿Cómo confesar que com-partimos el pan de vida eterna si indiferentes a compartir el pan de la unidad de la vida matrimonial y familiar, a compartir los frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, a compartir los bienes destinados a todos, a compartir una convivencia en la que reine el amor,  imperando aun los muros de separación y de iniquidad?

Agradecidos por el sacrificio
Sin Cristo, sin el Misterio que ha vencido a la muerte29, toda nuestra vida sería no sólo incomprensible, sino injusta. “Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco y sin esperanza cuyas ilusiones están todas destruidas por la muerte, lo soy a causa de aquella muerte que me abre el acceso al Dios que me plenifica. Florezco en el sepulcro del Dios que murió por mí, ahondo mis raíces en la tierra de Su Carne y de Su Sangre”30. No hay motivo de angustia, pues, sino de acción de gracias. Esto es lo que quiere decir etimológicamente “eucaristía”. Lo primero y lo mejor, lo más ver­dadero de nosotros, es saber dar gracias. Porque “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” y que “nos amó hasta el extremo”, pues “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”31. El misterio del amor infini­to de Dios se revela y cumple en Jesucristo, por su anonadamiento hasta la Cruz, con toda la profundidad e intensidad de su sufrimiento, de su Sacrificio, pero en función de algo más grande... Es una muerte para una resurrección. Es un “pasaje” de Cristo hacia el Padre y, con Él, glorificado, acceso de la humanidad redimida. Muerte y resurrección no son más que dos facetas de un mismo acontecimiento de amor.
La muerte, hermanos, ha sido vencida. Pero a una condición: sin sacrificio no hay libertad, no hay liberación. No hay que tener miedo al sacrificio –físico, moral, espiritual– porque no es objeción a la vida sino la condición de la vida, para que permanezca la ternura y la alegría, para que se mantenga viva la esperanza y eterno todo gesto de amor. Lo que vale, cuesta. ¡Dios es el Valor Absoluto! Sin sacrificio, una relación –de cualquier naturaleza, con nuestra mujer, con los hijos, con el propio trabajo, con los amigos– no es, no puede ser verdadera. No en vano, el “mandamiento nuevo” nos ha sido dado durante la última cena, signo distintivo de su discipulado: amar como Él nos ha amado. Que nos apremie, nos urja la “caritas Christi”, ya que “si uno murió por todos» es «para que no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”32.  “También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”33. No se puede decir gracias a tan gran amor sino con la entrega de toda la existencia. Estamos llamados al martirio, y el “odio del mundo” está bien presente para recordárnoslo.

Un corazón misericordioso
Participar en la Eucaristía nos tiene que llevar, si la vivimos en toda su verdad, a amar a nuestros prójimos como los ama Jesús, con sus mismos sentimientos, con su misma disponibilidad de entrega y servicio. Nos quiere Jesús como sus colaboradores para la liberación del mundo por piedad hacia los hombres. “Este es el gran tiempo de la misericordia. No lo olviden: éste es el gran tiempo de la misericordia”, decía el papa Francisco al inicio de su pontificado34. Por eso, él mismo ha convocado al yo próximo Jubileo de la Misericordia. La misma etimología de la palabra “misericordia” (“cor”, “miseri”) muestra un corazón que abraza a los sufridos y necesitados. Es la imagen del padre que no se cansa de esperar al “hijo pródigo” con los brazos abiertos sin pedirle una rendición de cuentas preventiva. Es la imagen del buen samaritano que se detiene ante el herido y lo lleva al albergo, que es como el “hospital de campaña”35  con el que el papa Francisco ha identificado la Iglesia. ¡Y cuántos son los heridos en el cuerpo y en el alma que se encuentran por las calles de nuestras ciudades, por los campos, las montañas y las selvas de nuestros países! Convivimos con ellos, cargando con nuestras propias heridas.
Por eso, quedamos todos invitados a tomar la Cruz, a asumir y compartir el sufrimiento humano, completando en nuestra carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”36. No pode­mos dejar de estar especialmente presentes allí donde Cristo sufre en nuestros hermanos más necesitados. “Estamos con vosotros –afirmaba Juan Pablo II–, con todos vosotros que sufrís en la propia carne las llagas dolorosas de la humani­dad contemporánea”37. Nos edificamos en el misterio de la potente solidaridad de los que participan en el sufrimiento de Cristo. Seamos testigos de compasión por el hombre, apasionados por su dignidad y su destino. Sepamos combatir las violencias, injusticias y mentiras en las que se objetiva el pecado del mundo. Tenemos que ser protagonistas de esa potencia transformadora del amor de Dios en nuestra propia vida, en la vida de nuestro matrimonio y familia, en los ambientes de trabajo, en el ejercicio de la política toda tendida al bien común. No hay fuerza más revolucionaria y más constructiva que el amor verdadero.
En efecto, la presencia de la Iglesia católica está tradicionalmente implantada en los espacios públicos de las naciones y en la vida de sus pueblos.  Ha generado nuestros pueblos, los ha acompañado en vicisitudes históricas, ha sido expresión y sostén ideal de la convivencia social y asumido un papel crucial en coyunturas críticas. Ha estado siempre cercana a las necesidades de las personas, las familias y los pueblos, también por medio de una red de obras educativas, hospitalarias, culturales, de promoción del trabajo y de las más diversas formas de servicio y asistencia, no como suplencias a las carencias del Estado y el mercado sino por irradiación de la caridad. El amor de Cristo no puede sino manifestarse como pasión por la vida y el destino de nuestros pueblos y especial solidaridad con los más pobres, sufrientes y necesitados. Es cierto que esta presencia de la Iglesia ha sido a veces empañada por compromisos mundanos, distracciones y omisiones, que no faltan ni escandalizan en una comunidad que se sabe formada por pobres pecadores sólo congregados y reconciliados por la gracia de Dios, y que educa a la invocación del “mea culpa” al comienzo de cada celebración eucarística para ser cada vez más fieles a su Señor y a su servicio a los hombres.

Testigos de esperanza
Seamos en un mundo confuso, atribulado, testigos de esperanza. No deja de latir en  nosotros –en nuestro cuerpo, en nuestra persona, en la convivencia social, en la creación misma– un anhelo de no quedar some­tidos a la «caducidad», de ser «liberados de la corrupción», de que se rompan las cadenas de esclavitud impuestas por el poder del pecado y de la muerte. Ansiamos esa liberación, la verdadera realización de nuestra humanidad, la feli­cidad que ya no cargue con un fondo de tristeza. Vivimos como en los dolores de un parto: no sólo dolor sino conciencia del hombre nuevo que nace.  En los dolores del parto «poseemos las primicias del Espíritu», comienza a manifestarse la adopción a hijos, la «redención de nues­tro Cuerpo»38. En la relación con Cristo, en su compañía, asociados a Su sacri­ficio en la Eucaristía, la «resurrección de la carne» ha ya comenzado, como el alba que dará paso a la jornada Ya desde ahora, en cada instante, estamos «salvados en la esperanza»39.
La esperanza es la certeza en el futuro que se cumple ahora, que comienza a realizarse hoy, que se manifiesta en todo signo de amor, en todos los espacios de reconciliación, fraternidad y solidaridad que se van abriendo en la aventura humana, hasta que irrumpan los “cielos nuevos y la tierra nueva”. Por eso, «esperamos con perseverancia», acompañada por el grito que concluye la Biblia: «Ven, Señor Jesús»40. Mientras tanto, peregrinos, continuamos ofreciendo nuestras vidas gracias al único Sacrificio de Cristo que, por intermedio del sacerdote, se cum­ple en el altar, y nos alimentamos con ese viático para el camino, que es «remedio de inmortalidad, antídoto contra la muerte, alimento de la vida eterna en Jesucristo»41 .

La realidad sorprendente de la comunión    
Los invito ahora a reflexionar sobre las implicaciones y consecuencias sociales de otra dimensión inseparable de la Eucaristía, su ser fuente, signo y cumbre de comunión.
La Última Cena es el acto de fundación de la Iglesia en la que Jesús dona a los suyos la liturgia de Su muerte y resurrección. La Iglesia celebra así su naci­miento, pero no sólo como un hecho del pasado sino, sobre todo, como aconte­cimiento que se realiza y renueva siempre en todo sacrificio eucarístico. Por eso, los Padres de la Iglesia cultivaron la hermosa imagen de la Iglesia, así co­mo de la Eucaristía, emanando de la herida abierta del costado de Cristo, de la que fluyen continuamente sangre y agua. La Iglesia pro­longa en el tiempo y en el espacio el acontecimiento real, viviente, de Jesucris­to: es nuestra contemporaneidad con Él y Su contemporaneidad con nosotros, la forma en que viene a nuestro encuentro en las más diversas circunstancias de la vida.
Fue Henri de Lubac quien destacó especialmente en nuestro tiempo cómo el término «corpus mysticum» contradistingue originariamente la Eucaristía y que, para el apóstol Pablo como para los Padres de la Iglesia, la idea de la Igle­sia como Cuerpo de Cristo ha sido indisolublemente vinculada a la idea de la Eucaristía42. Surge así una eclesiología eucarística, llamada frecuentemente eclesiología de la «communio». Esta eclesiología de comunión constituye el verdadero corazón de la doctrina sobre la Iglesia del Vaticano II, la actual auto­conciencia eclesial y, a la vez, totalmente ligada a la de sus orígenes. Hay una compenetración total entre la Iglesia y la Eucaristía, como realización del Misterio de comunión que se origina y fluye del sacrificio de la Nueva Alianza. Así se reconoce que la Iglesia «hace la Eucaristía» como la «Euca­ristía construye» la Iglesia43.
Ahora bien, al recibir a Cristo mismo en la comunión euca­rística quedamos asociados a la unidad de su Cuerpo, que es la Iglesia, a la familia de Dios, a la comunión eclesial. No hay vínculo más real, más íntimo, más total, que éste que une al hombre con Cristo y, en Cristo, con la Trinidad y con todos los hombres. Aferrándonos en el Bau­tismo e incorporándonos en la comunión, Jesucristo nos ha convertido en miembros de un solo Cuerpo. Todos somos uno en Cristo44. Cualquier utopía que el hombre haya creado no llega ni de lejos a imaginar esta unidad que el acontecimiento de Cristo ha realizado entre nosotros. Si Dios se ha encarnado, y está aquí, y se comunica con nosotros, tú y yo somos una sola cosa. Entre tú y yo, extraños, diversos, lejanos, opuestos, ha ocurrido algo tremendo: «tremendum mysterium». Nos reconocemos en un «signo de unidad y en un vínculo de caridad»45, mucho, pero muchísimo, más potente que cualquier relación de pa­rentesco, que cualquier solidaridad social, política o ideológica. Porque Cristo está presente precisamente a través y dentro el milagro de nuestra unidad. Te­nemos la sublime dignidad y enorme responsabilidad, tú y yo, nosotros, de ser signo físico de Su Presencia. San Ireneo ya lo reafirmaba con vigor contra los «gnósticos de ayer», pero vale también contra los «espiritualistas de hoy»: el apóstol Pablo «no habla de un cuerpo invisible y espiritual (...) sino de un verda­dero organismo humano que consta de carne, nervios y huesos, y que se nutre del cáliz que es su sangre y crece con el pan que es su cuerpo»46. Y San Alberto Magno escribe en varios escritos: “Este sacramento nos transforma en cuerpo de Cristo, de modo que seamos huesos de sus huesos, carne de su carne, miembros de sus miembros”47. Ya lo decía también el Beato Pablo VI: “La Eucaristía (…) ha sido instituida para que seamos hermanos (…), para que de extraños, dispersos e indiferentes unos a otros, lleguemos a ser uno, iguales y amigos; se nos ha dado para que , en lugar de una masa apática, egoísta, formada por gente dividida entre sí y hostil, seamos un pueblo, un verdadero pueblo, creyente y amante, con un solo corazón y una sola alma”48.
Por eso mismo, queridos hermanos, el escándalo que provoca un Dios que se hace carne –aquel hijo del carpintero que se presenta como Hijo de Dios, redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia– se prolonga, conti­núa, en la escándalo que provoca la Iglesia: una comunidad de pobres pecadores es­cogidos por la misericordia de Dios, no obstante nuestra indignidad, para ser testigos de esa Presencia divina  que abraza a todos los hombres y que quiere que to­dos «se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». Esto provoca muchas veces  contra sus discípulos el mismo rechazo y persecución que sufrió el Maestro. El papa Benedicto nos advertía que, gracias a Dios, no somos nosotros los que conducimos a la Iglesia, no son nuestros proyectos o estrategias, ni siquiera el Papa conduce a la Iglesia, es Dios mismo quien la conduce por medio del Espíritu Santo. Son los dones sacra­mentales y carismáticos por los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Jesucristo los que edifican y renuevan la Iglesia, su comunión y misión. ¡La Iglesia no es «nuestra»,  es «suya», de Dios! Bien se ha dicho que «no se trata de hacerla sino de recibirla, o sea recibirla de donde ella “es” ya, de donde ella “está” realmente presente: de la comunidad sacramental de su Cuerpo que atraviesa la historia»49. No se aglutina a la gente en comunidad cristiana me­diante iniciativas, ni por búsquedas afanosas de instrumentos organizativos, ni por distribución de poderes y actividades. Lo que realmente convoca y atrae es una realidad viviente, una novedad de vida compartida, que encuentra su «fuente» y su «ápice» en la Eucaristía. Es en ella que radica la vitalidad espiri­tual, comunitaria y misionera de la Iglesia.
 Es el sacramento central de la evangelización, de la que el mundo tiene tanta necesidad.
Hay que, antes que nada, acoger ese don de la unidad, en la verdad y en la caridad, significado, testimoniado y garantido, por la comunión afectiva y efectiva con los Obispos y entre los Obispos, cum et sub Pedro51. Todas las comunidades cristianas –las Iglesias particulares, las parroquias y santuarios, las cofradías y los movimientos eclesiales, las familias y las comunidades eclesiales de base...– están llamadas a vivir y testimoniar ese misterio de comunión, como lugares de la construcción real de la persona, de realización de su vocación y destino, de su libertad ante las pre­siones amoldantes del medio ambiente, de su crecimiento hacia su verdadera estatura, de su apasionada responsabilidad por la propia vida y la de los demás.
Si hemos verdaderamente comido y be­bido el Cuerpo y la Sangre del Señor, no podemos más vivir como extraños si­no que ha de ser sorprendente la fraternidad, la amistad que experimentamos, dilatándose dentro de todo ambiente de la convivencia. Tendríamos que susci­tar la misma exclamación como la que los paganos de ayer reaccionaban ante los primeros cristianos, ante los mártires: «¡Ved cómo se aman!”. Esa vida nueva en la unidad es el don más grande que Dios da para la con­versión y la transformación del mundo. Es débil, es frágil nuestra pertenencia eclesial, nuestra comunión real, si no es, a pesar de nuestro pecado, testimonio de un mundo nuevo, como el alba de una humanidad reconciliada, primicias de la unidad y felicidad que anhela el “corazón” del hombre. En ese sentido, los Padres de la Iglesia hablaban de ella como “forma mundis”, testimonio fecundo de un mundo nuevo en el amor y la verdad. La Iglesia es “casa y escuela de comunión”50 para bien de todas las comunidades humanas.
Por eso, hay que tener muy presente lo que el Evangelio y los Padres de la Iglesia señalan y alertan: no hay comunión sin reconciliación. “Dios no acepta el sacrificio de quien está en discordia –escribe San Cipriano– y le manda que antes se retire del altar a reconciliarse con su hermano (…). El mejor sacrificio para Dios es nuestra paz y concordia fraternas y un pueblo unido, como están unidos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”51. “Esta cena –escribe a su vez San Alberto Magno– debe ser consumada en la caridad de la unidad eclesiástica”52. La res última de la Eucaristía es la Iglesia –escribe Santo Tomás de Aquino–: la Iglesia en cuanto caridad de Cristo compartida, personalizada y capaz de hacer vivir en el amor53.
Al término de la Santa Misa quedamos mandados a concretizar en nuestra vida de cada día la caridad compartida en la liturgia sacramental. Es la vida el lugar final de la Eucaristía. Así como Cristo lava los pies de los apóstoles en la última cena, así también nosotros estamos llamados, como Cristo, a servir y dar la vida por nuestros hermanos.

 Reconstruir los vínculos de comunión entre los hombres
Por eso, en la misión de la Iglesia la reconstrucción de la persona es inseparable de la reconstrucción de sus vínculos de pertenencia y comunión. En la aldea global construida por la revolución de las comunicaciones lo que más falta son auténticas relaciones humanas, de amistad y comunión, pues predominan las formas dominantes del extrañamiento y la indiferencia, por una parte, o de la manipulación y explotación, por la otra.
En la base de toda formación social está la realidad de la persona como don, que encuentra en la relación matrimonial entre hombre y mujer la modalidad de realización paradigmática de todas las relaciones sociales. Por eso, la Iglesia custodia, defiende y promueve el bien del matrimonio y la familia, célula natural de la estructura social, comunidad de amor abierta a la vida, primera y fundamental morada del “yo”, lugar de la más íntima y decisiva comunicación humana y, por eso, escuela de crecimiento en humanidad. Es, al mismo tiempo, banco de trabajo y de apoyo solidario, especialmente en situaciones de crisis social. De ella depende la calidad de vida de las personas y de la sociedad. Por eso mismo, la agresión que sufre la familia, en su misma naturaleza y en su misión, es gravísimo atentado contra el bien de toda comunidad nacional.
Patria viene de paternidad, nación de nacimiento que evoca la maternidad: pueblo es la fraternidad más allá de la estirpe. Esta es la dialéctica de la amistad en la construcción de la persona, de las comunidades, de la nación, siempre amenazada por la dialéctica entre el señor y el esclavo, dialéctica de contraposición y división, cuyo príncipe es el diablo (etimológicamente, quien opera la división por la mentira y el odio). La misma Iglesia emplea categorías “familistas” –paternidad, maternidad, esponsales, hijos, fraternidad– para auto-comprenderse y para la comprensión del mismo Dios inalcanzable.  Hoy se trata de reconstruir los vínculos humanos, las moradas humanas de las personas y el tejido social, allí donde está la célula familiar, la comunidad de trabajo, los círculos de amigos, la relación de buena vecindad, las compañías por afinidades ideales, las más diversas libres iniciativas y obras de auto-organización popular.
El Estado no es la sociedad sino que está al servicio de la sociedad. Aquí es donde está en juego la actualidad e importancia del principio de subsidiariedad. Sólo así pueden ser retomadas, gradual y pacientemente, renovadas experiencias de ser pueblo entre quienes se reconocen hijos y partícipes de una misma historia, en la memoria viva de una tradición, co-habitantes de una morada común, conscientes de convivir y trabajar juntos, movidos por un ideal de vida buena. ¿Quién puede pensar que los enormes problemas, desafíos y tareas del desarrollo de nuestras comunidades pueden ser enfrentados adecuadamente sólo con manejos del poder político o confiando en la “mano invisible” del mercado? ¿Quién piensa que se puede prescindir de corrientes vivas, movimientos, variadas formas de participación, de formación y cooperación, de emprendimiento y asistencia que amplíen los espacios de la subjetividad de la sociedad y de la participación democrática y constructiva de los pueblos?  El “capital social” es considerada actualmente como variable muy importante para todo proceso de desarrollo.
Esta vasta y ardua tarea de reconstrucción  del tejido social –sin la cual los tiempos duros de crisis económica y social no se afrontan adecuadamente ni se consolida y promueve una auténtica democratización– requiere una educación de la persona a la libertad, responsabilidad, laboriosidad y solidaridad, asumiendo con seriedad la propia vida y por eso también la de sus prójimos. Se necesita educar y movilizar las mejores energías humanas de la persona y de las comunidades. La participación es fundamental, desde la base hasta la cúspide de la pirámide social, suscitando una auténtica democracia participativa y poniendo realmente el Estado al servicio de la sociedad. Y esto es algo bien diferente de los que todo pretenden y esperan del Estado según una mentalidad asistencialista, corporativista, de clientelas parasitarias, o de los que todo esperan de la “mano invisible” del mercado, aunque la mayoría quede como meros consumidores o peor aún, como desocupados, excluidos y marginados. Cuando todo gira en torno a las pujas de poder y a los manejos burocráticos del Estado, o a la confianza en las modalidades de auto regulación del mercado, sin tener en cuenta la dignidad y centralidad de los sujetos reales –personas, familias, comunidades, asociaciones, empresas, iniciativas sociales, ¡la misma Iglesia!– va corroyéndose el tejido democrático del Estado y bloqueándose las posibilidades virtuosas de una economía social.
La subjetividad de la persona, en su integridad espiritual y corporal, está en la base de la subjetividad de la sociedad, y ambas son prioridades fundamentales para el desarrollo de la comunidad a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia54.

Una cultura de la solidaridad
La comunión con Dios y los hermanos, que la Eucaristía expresa y alimenta, ha de tender a romper la lógica disgregante y malsana del individualismo y las absorbentes e interminables dialécticas de descalificaciones y enfrentamientos para reconstruir una cultura y ética de la solidaridad, y desde su ímpetu benéfico, la refundación de los vínculos sociales, políticos e ideales de la convivencia nacional. Sólo así se difunde un reconocimiento de una común dignidad y destino, esa pasión por la propia vida que se vuelve pasión por el destino de los prójimos, del propio pueblo, ese asumir como propias las necesidades de los demás, ese interesarse de todos por todo y todos –al menos como tensión ideal– que se llama “solidaridad”; o sea, como dice la Encíclica “Sollicitudo Rei Sociales” de S.S. Juan Pablo II: la “firme y perseverante determinación de operar por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”55.
Reconstruir el pueblo como sujeto histórico y la patria como morada común, más allá de la masificación, la división insalvable y la atomización, requiere esa obra paciente y perseverante de conversión solidaria, de revitalización de la propia tradición y de las reservas éticas y religiosas de los pueblos, de convergencias ideales, de sacrificios, trabajos y esperanzas compartidas, para la construcción de una vida más humana para todos.
Hay que superar el creciente dualismo entre quienes logran participar y beneficiar, sea del punto vista económico que cultural, de los beneficios de la globalización y quienes quedan cada vez más excluidos y marginados. Hay que “globalizar la solidaridad”, como han reiterado muchas veces los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.  Pero la solidaridad como imperativo moral tiende a desgastarse en la vida de las personas: o se crispa en formas de exasperación o decae en el cansancio y en el escepticismo. A veces se reduce a una episódica filantropía de buenos sentimientos. Sólo quien vive la experiencia de ser abrazado por una experiencia gratuita de caridad misericordiosa, la vive en sus afectos y trabajos, como impronta de toda su vida, no obstante el peso del propio egoísmo, y la comunica como obra solidaria que asume las necesidades de los prójimos como propias e intenta darles respuesta. Entonces la caridad, alimentada por la Eucaristía, sostiene, anima y refuerza la solidaridad, y la cualifica y enriquece por la gratuidad, el perdón, la reconciliación56.
Caridad y solidaridad se expresan en el gesto del buen samaritano que encuentra al herido por el camino (¡por las calles de nuestros pueblos y ciudades!). “La inclusión o exclusión del herido al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos”57. Caridad y solidaridad se expresan, pues, también cuando se convierten en obras destinadas a enfrentar en forma más sistemática y duradera las necesidades humanas. Existe una “caridad de las obras”58, pues “obras son amores”. Pero ya S.S. Pío XII hablaba de una “caridad política” –y lo han seguido haciendo sus sucesores–, a través de la presencia en instituciones y ámbitos de la vida social, económica, política y cultural, para organizar y estructurar la sociedad, combatiendo la injusticia y las escandalosas desigualdades, emprendiendo reformas competentes y valientes en pos de la efectiva destinación universal de los bienes y la mejor calidad de vida humana para todos59.

La Iglesia, generadora de comunidades y pueblos
En sociedades marcadas por graves desigualdades, conflictos y fragmentaciones, una dialéctica de la amistad en el desarrollo comunitario encuentra sólido fundamento y alimento en la gratuidad de la caridad y en ese “modelo de unidad”, que la Eucaristía convierte en  experiencia viva. Sólo un amor más grande que el de nuestras medidas humanas es fuente de energía para reconstruir los vínculos de participación y convivencia, de solidaridad y fraternidad. Por eso, la Iglesia es siempre generadora y re-generadora de comunidades y pueblos.
Han podido bien  afirmar los Obispos latinoamericanos que “la Iglesia tiene que animar a cada pueblo para construir en su patria una casa de hermanos donde todos tengan una morada digna para vivir y convivir con dignidad”, en “la alegría de querer ser y hacer una nación, un proyecto histórico sugerente de vida en común”, favoreciendo todos los gestos, obras y caminos de reconciliación y amistad social, de cooperación e integración”60. Más aún: “La Iglesia de Dios en América Latina y el Caribe es sacramento de comunión de sus pueblos. Es morada de sus pueblos; es casa de los pobres. Convoca y congrega todos en su misterio de comunión, sin discriminaciones ni exclusiones (...)” Por eso, es en sí misma realidad y promesa de superación de desgarramientos, dominaciones y contradicciones que hieren el cuerpo social y de construcción de una “patria grande” de pueblos hermanos, “a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia”61.

Ad Jesum per Mariam
La tradición y la devoción de nuestros pueblos ha sabido siempre conjugar íntimamente, sin jamás contraponerlos, el amor al misterio central de la Eucaristía y la devoción a la Santísima Virgen María. Porque es Ella quien, con su “Fiat”, abre al Hijo la vía de la encarnación y con toda razón la representan muchas veces con la hostia sagrada en su vientre, como Virgen eucarística. Es Ella quien nos ayu­da a vivir ese misterio de comunión como familia de Dios, formando corazones de hijos y hermanos, custodiando a los hermanos de su Hijo que aun peregrinan. Es la Madre que acoge en su corazón todos los sufrimientos y esperanzas de sus hijos, auxiliándolos, consolándolos, pero también animándonos a construir una sociedad a la luz de su cántico del Magnificat, que es sintesis de las bienventuranzas evangélicas. El papa Francisco, en su homilía pronunciada el 12 de diciembre de 2014, en la Basílica de San Pedro, celebrando la festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, dirigiéndose a Ella, así rezaba: "nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, porque de ellos es el Reino de los cielos". Que la madre de Cristo –Madre nuestra, madre de la Iglesia– nos ayude siempre a reconocer, acoger y testimoniar Su Presencia real, viviente entre nos­otros, a asociarnos a Su Sacrificio salvífico, a vivir el misterio de comunión para el que todos hemos sido destinados, a ser constructores de una sociedad de hijos y hermanos. ¡Amen!                                   
Conferencia del Dr. Guzmán M. Carriquiry Lecour, Secretario encargado de la Vice-Presidencia de la Pontificia Comisión para América Latina, en el Congreso Eucarístico Internacional en la Arquidiócesis de Piura (13-16 de agosto de 2015).
   

NOTAS
1. Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 11, Sacrosanctum Concilium 10,Presbyterorum Ordinis 5, Chrsitus Dominis 30, Ad Gentes 9).
2. Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Aparecida, 2007, n. 286.
3. S.S. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, Vaticano, 2013, nn. 276, 277.
4. San Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Hominis, Vaticano 1979, n. 20.
5. San Agustín, Sermón 130, 2, cittado por Carlo Porro en L’Eucaristia, Piemme, Casal Monferrato, 1990, p. 41.
6. Luigi Giussani, Un avvenimento di vita, cioè una storia, Edit S.r.L., Roma 1993, p. 338.
7. Justino, Primera Apología, 65-67, en La teologia dei Padri, Città Nuova, Roma 1984, vol. 4, p. 159.
8. S.S. Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, Vaticano 2005, n. 1.
9. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Vaticano, n. 22.
10. Gaudium et Spes, n. 41.
11. Cfr. San Juan Pablo II, Redemptoris Hominis, 10.
12. S.S. Francisco, Encíclica Laudato si, Vaticano, n. 65.
13. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 14.
14. S. S. Juan Pablo II, discurso a la Asamblea de la Iglesia italiana en Loreto, 11/4/1985.
15. 2Cor 5,16.
16. Gal 3,19.
17. San Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, Vaticano 1988, n. 34.
18. Joseph Ratzinger, Meditazione sul Venerdí Santo, 1973.
19. Aparecida, nn. 407 y ss.
20. S.S. Francisco, Videomensaje  a los participantes del espectáculo “Se non fosse per te”, abril 2015.
21. Lc 22,19; Mc 14,24.
22. Is 53,2-6; Gal. 3,13; Ef. 2,14-17.
23. Jn. 1, 29.
24. Romano Guardini, Jesucristo, ed. Guadarrama, Madrid 1960, p. 123.
25. 1Co 1,23.
26. San Agustín, Contra Julianum. Opus imperfectum, citado en Litterae Comunionis, Milano, abril 1990, n. 4.
27. 1Co 1,23.
28. S.S. Francisco, alocución 17.III.2013.
29. Col 1,18; Rom 8,2; Heb 2,15; Hch 2,24.
30. Hans Urs Von Balthasar, “Cordula, ovverosia il caso serio”, Queriniana, Brescia 1968, p. 27.
31. Jn 3,16; 3,1; 15,13.
32. 2Col 5,14-21.
33. 1Jn 3,16.
34. S.S. Francisco, Angelus, 12.VI.2014.
35. S.S. Francisco, 21.IX.2013.
36. Col 1,24.
37. San Juan Pablo II, Mensaje de Navidad, 25.XII.1984.
38. 1Col 15,20-24; Gal 3,26; Rom 8,14-17; 2Pe 1,4; Fil 3,20.
39. Rom 8,23 ss.
40. Ap 22,20.
41. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 20,2, en “La teologia dei Padri”, vol. 4, p. 159.
42. Henri de Lubac, Meditaciones sobre la Iglesia, ed. Encuentros, Madrid 1988, pp. 107-132.
43. San Juan Pablo II, Redemptoris Hominis, n. 20; Lumen Gentium, n. 11.
44. Gal 3,28; Col 3,11.
45. 1Co 10,17; Lumen Gentium, n. 7.
46. San Ireneo, Contra las herejías, 5, 2, 2-3, en “La Teología de los Padres”, vol. 4, p. 160.
47. San Alberto Magno, De Euch, d. 3, tr. 4, c. 3 (B.38, 325).
48. Beato Pablo VI, Insegnamenti di Paolo VI, Vaticano 1966, III, p. 358.
49. Joseoh Ratzinger, L’ecclesiologia del Concilio Vaticano II, L’Osservatore Romano, 27.XI.1985.
50. San Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, Vaticano, 2001, n. 43.
51. Cipriano, Tratado del Padrenuestro, en Obras, BAC, Madrid 1964, p. 218
52. San Alberto Magno, ob. cit.
53. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, 79, 4; 80, 4; 73, 1.
54. Cfr. Comisión Pontificia Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Vaticano 2005.
55. Cfr. San Juan Pablo II, encíclica Sollecitudo Rei Socialis, Vaticano 1987.
56. Cfr. S.S. Francisco, Bula de indicción del Jubileo extraordinario de la Misericordia,
57. Miseridordiae Vultus, 15.IV.2015.
58. Cfr. Card. Jorge Bergoglio, La Nación por construir. Utopía, pensamiento,  compromiso. Claretiana, Buenos Aires, 2005, p. 73.
59. San Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 50.
60. Cfr. Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 208.
61. Documento de Aparecida, n. 534.
62. Documento de Aparecida, n. 524.

Por: Dr. Guzmán Carriquiry Lecour | Fuente: www.americalatina.va