Autor: Pablo
Cabellos Llorente
Seguramente
no existe nadie con tan mal corazón que no se rebele de algún modo ante la
miseria cercana o distante, ante la injusticia manifiesta en tantos aspectos y
ambientes de nuestra sociedad, ante la falta de libertad de expresión para
ciertos temas –ideología de género y epígonos, por ejemplo-, ante la falta de
recursos sanitarios de algunas personas, ante la imposibilidad, en cualesquiera
casos, de acceder al tipo de educación que deseas para tus hijos, ante la
miseria moral en la que vive mucha gente, etc., etc. Pero es muy posible que,
en la relación incompleta que acabo de describir, unos reaccionarán de un modo
mientras que otros lo harán de manera diversa.
Esa
pluralidad, en principio, no es mala,
porque no todos percibimos la problemática del mundo con idéntico sentir. Tal
vez aquí emerge un aspecto de la misericordia hacia los demás escasamente
contemplado. Me refiero a la grandeza de corazón –magnanimidad-, a la virtud de
no resistir en nuestra torre de marfil y abrir nuestras ventanas al mundo. Eso
se llama también respeto a la libertad personal de todos y cada uno, sin tratar
de imponer nada a nadie. ¡Oiga! ¿Y esto lo dice usted que es sacerdote católico
y tiene un Credo? Pues sí, porque la religión no puede ser impuesta a ninguno.
Sin libertad, no hay fe. Y cuando eso ha sucedido a lo largo de la historia,
nada se ha logrado –salvo males-, porque la intimidad de la conciencia no puede
ser torcida a la fuerza por nadie. Y atento el político que ha de gobernar para
todos.
Aun
intentando generalizar, es muy posible que no todos poseamos similar concepto
de compasión –padecer con- o misericordia: llevar en el propio corazón la
miseria ajena. Suena bien, pero ¿cuántas veces hemos ejercitado esta noble
virtud sin culpar a otros, sino avistando las propias culpas? Y, por supuesto,
no me refiero a pecados en algo genérico, sino en eso que sucede y criticamos,
en aquello que ocurre en las antípodas: ¿qué he hecho yo mal? ¿En cuantos
momentos hemos hablado de lo que hay que trabajar sin haber movido un dedo por
esa tarea? Justo lo contrario de lo espetado a un arzobispo que hace más por
los emigrantes que todos sus verdugos. Obras son amores y no buenas razones.
Esos
nuestros modos de pensar, de hablar o escribir, de trabajar…, nos facilitan la
visión positiva que supone mirar a un año dedicado a la misericordia. En la
Bula que lo convoca –a partir del próximo 8 de diciembre-, Francisco escribe:
“Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al
hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero,
asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no
olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo
necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste,
perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a
Dios por los vivos y difuntos”. Después, ha sugerido algo muy práctico para los
primeros siete meses de este año: hallar para cada mes de ese tiempo una obra
de misericordia corporal y otra espiritual en la fijemos nuestros objetivos.
Así viviremos las catorce de modo permanente.
Seguramente,
esta idea del Papa puede servirnos a todos para despertar nuestra conciencia
muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, de la soledad, de la
incomprensión que es otro duro modo de aislamiento, como también sucede con la
ignorancia o la falta de acogida al emigrante, la capacidad de perdonar y solicitar perdón, la virtud de ser mujeres
y hombres de paz, de vencer el rencor con el cariño, de salir a todas las
periferias existenciales en busca de quien pueda recibir un algo de nuestra asistencia.
Al fin y al cabo, todo se resume en el amor que, si es verdadero, no es
excluyente, llega a todos. De modo tempestivo, el Papa cita en su Bula las
conocidas palabras de Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos
juzgados en el amor”.
Vuelvo
al título de estas líneas: ¿no es cierto que a todos nos viene bien este Año de
la Misericordia? Ciertamente esta virtud cordial resulta ineludible siempre,
tanto dándola como siendo receptores. No obstante, será muy útil este empentón
no sólo para subir el listón una temporada, sino para sostener y hacer
progresar lo conseguido. Es una tarea costosa, es un trabajo de cuantos vivimos
en este planeta, pero ¿no es ilusionante pensar en un mundo mejor, construido
por el perdón, la comprensión y la generosidad de todos? Es cierto que la
misericordia es un concepto nacido con el cristianismo pero, en la mayoría de
sus aspectos, es propiedad de la humanidad. Por eso nos alcanza de muchas
maneras a todos los humanos.
Una
palabra para los bautizados: sería poco lógico el deseo de lograr esta virtud
en alto grado sin acceder al Sacramento del Perdón, la muestra más alta de la
Misericordia de Dios con el ser humano.
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