Autor: Pablo Cabellos Llorente
Se
piensa que hay pocas personas poseedoras de convicciones. Si miramos en nuestro
entorno, inmediato o lejano –hay asuntos distantes que nos rodean e influyen
por aquello de la globalización-, podemos observar gentes sin convicciones o
con una sola de ellas: no perder el puesto en la política, la empresa, el
sindicato, incluso el club deportivo y hasta en la Iglesia. ¿De quién decimos,
pues, que posee convicciones? Suele ser aquel que cumple una palabra dada,
aunque le cueste su puesto, el que tiene valores no renunciables jamás, quien es
capaz de amar la verdad aunque le acarree la muerte.
Hay
más de los que parece. ¿No era Madre Teresa de Calcuta una mujer con
convicciones profundas e inalienables? ¿No lo fueron los padres de esta vieja
Europa que se nos resquebraja por falta de convencimientos? Schumann, De
Gásperi, Adenauer ¿querían algo de Europa porque eran fieles a sus raíces? Juan
Pablo II y Benedicto XVI ¿no obraron por convicción? Los miles de mártires del
siglo XX y los que son asesinados en este siglo por odio a la fe ¿no murieron
por el ideal de ser coherentes con sus creencias hasta el final? En polos
opuestos, seguramente encontramos personas que lucharon seriamente por defender
un modo de pensar, un estilo de vida, aunque me pareciera errado.
Hace
unos años, un amigo filósofo y teólogo escribió el ensayo titulado “Comunicar
nuestras convicciones”, que se equilibraba entre dos posturas que puedo casi
recordar en sus líneas maestras: No podemos sacrificar la verdad sobre el altar
de la libertad, ni tampoco hemos de sacrificar la libertad en el altar de la
verdad. Parece casi un imposible. Pero es posible si nace del diálogo, de la
escucha atenta, amorosa -diría- de posiciones opuestas, surge del respeto
grande que merece la persona, cualquier persona, de la humildad forjada en la
idea de que siempre podemos aprender de los demás, en la oferta sin
imposiciones de lo que se posee. No es necesario abrazarse al relativismo, que
no admite verdad, para obrar con convencimiento.
“Entre
la tierra y el cielo” es un libro que recoge diálogos del Papa Francisco, en su
época de Arzobispo de Buenos Aires, y el Rabino Skorka. Ninguno de ellos
renuncia a su fe, ninguno falta al respecto del otro, en muchas ocasiones se
complementan, en otras, los dos expresan con sosiego el propio punto de vista,
diverso, pero con la calidad de una convicción serena y a la que no se
renuncia. ¿Cuál es la clave? Son dos hombres conscientes y creyentes, lo que
desde mi punto de vista acrecienta las seguridades de cada uno sin el menor
asomo de desprecio por la posición del otro.
Pero
es muy posible que una tal actitud tenga más claves. Volviendo a la idea de
Rodríguez Luño, han existido momentos en que uno de los dos altares ha prevalecido
sobre el otro. Unas veces triunfó la verdad y, en otros momentos, la libertad.
Y aquí podríamos volver sobre la escéptica y hasta cínica frase de Pilatos en
el proceso a Jesús: ¿y qué es la verdad?, pregunta sin esperar respuesta, ante
la afirmación de Jesús: todo el que es de la verdad escucha mi voz. De tal modo
se sacrifica la verdad que morirá en una cruz el que se atreve a afirmar que él
es la verdad. Por otro lado, no siempre está claro el concepto de verdad que
tenemos los que pensamos que el hombre puede lograrla.
Mas
¿qué sucede con la libertad muerta por mor de la verdad? Son dos realidades humanas tan inseparables
que sólo pueden salvarse cuando ambas son respetadas. Pero no esperemos
aceptación de quienes carecen de convicciones, porque verdad y libertad serán
lo que convenga al que detenta el poder de cualquier tipo que sea. Sin
convicciones se camina mal, se engaña, se busca el propio beneficio. Ese poder
se dobla hacia lo aparentemente más práctico en cada momento. ¿No rectificó a
Cristo un gobernante de nuestro país afirmando que no era la verdad quien nos
hacía libres, sino la libertad quien nos hacía verdaderos? Eso es la ortodoxia
de la praxis marxista, lo que interesa en el momento. Pero si la interpretación
de las palabras de Jesús es que una verdad impuesta nos hace libres, es otro
error, según me parece.
Pienso
que necesitamos volver a las virtudes humanas que forjan y sustentan las
convicciones: necesitamos razonar, utilizar el intelecto para pensar haciendo
crecer el acervo cultural y no para buscar el dardo más afilado que dé en el
centro de la diana contraria, precisamos dar más valor a la palabra dada. Que
en paz descanse el “viejo profesor” que afirmó que los programas electorales
eran para no cumplirlos. Hemos de urgir a que se extienda la lealtad casi
desaparecida en tantos ámbitos. No más mentiras, no más corrupciones
económicas, jurídicas o ideológicas.
Hasta
ahí llegaba mi escrito antes de retirarse el proyecto de nueva ley del aborto. He
pensado no enviarlo, para que no parezca que hago política, pero es ética
sencilla, tan simple que lo que se juega
es la vida.
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