Autor: Pablo Cabellos Llorente
Procurando
no perder el tiempo, las redes sociales enseñan mucho, por ejemplo, a ver
prácticamente la capacidad humana de “agarrar el rábano por las hojas”, es
decir, a no ir al meollo de las cuestiones. Así, frente a la retirada de la Ley
del Aborto, hay personas que se han detenido principalmente en considerar por
qué debió dimitir o no el ministro correspondiente. Otros han argüido con la
clásica explicación de que yo no lo haré nunca, pero no puedo impedir que lo
hagan quienes piensen así. Algunos han aprovechado para aplaudir al gobierno, a
la vez que afirman que sólo acierta cuando rectifica. También ha habido quien
acudió a la manida frase de “mi cuerpo es mío”. Medios de comunicación
estatales dieron la triste noticia del pederasta de Ciudad Lineal hasta en la
sopa. ¿Incitación al entretenimiento?
Pero
no podemos olvidar esas vidas inocentes, truncadas en el lugar que debería ser
el más seguro para ellas. Casi todos –excepto los obispos- han arrinconado al
menos dos cuestiones fundamentales. La primera, ya expresada, es bien sencilla: abortar es matar un ser
vivo, un ser humano aunque sea en los primeros pasos de su existencia, andadura
en avance toda la vida; siempre estamos cambiando, evolucionando, desde el
primer minuto de nuestra existencia cuando un espermatozoide fecunda un óvulo.
La segunda es el asunto del derecho a abortar, es decir, del derecho a matar.
Ese óvulo fecundado no es un grano, ni un cáncer para extirpar. Ya es discutible la frase “mi cuerpo es mío” –uno no se lo dona a sí
mismo, todos pertenecemos a la humanidad-, pero es que se trata de otro cuerpo,
como puede observarse en cualquier ecografía que los médicos abortistas se
empeñan en no mostrar la mujer
embarazada. ¿Estamos a favor de la ciencia para abandonar a la mujer con la
carga de una muerte?
Tratar
esta cuestión con argumentos puramente sentimentales no conduce sino al error.
Con tesis impresionables se podría justificar hasta el pederasta con el que nos
ametralló la TV, o las diversas guerras o problemas en curso que parecieron
crecer estos días para hacernos olvidar este asunto y su núcleo, pero somos
muchos los que no relegaremos esas muertes procuradas. Incluso alguna feminista
del mayo del 68 ha deplorado lo que algunos lanzaron entonces, sencillamente
por sus frutos amargos, precisamente en este terreno. También declararon varias mujeres que han abortado,
lamentando su error. Hasta algún famoso –o su propia madre, no lo recuerdo- ha
revelado que él existe gracias a que falló el mal intento de su progenitora.
El
valor de una vida humana no puede medirse ni por la política, ni por la
economía, ni por encuestas, ni por ninguna razón convincente si se mira lo que
realmente es. “No podemos consentir que se quiten derechos a las mujeres”,
gritan algunos con un empeño digno de mejor causa. Aparte de que el derecho a
la vida es anterior a todo otro posible, ¿cómo se puede llamar derecho de la
mujer a algo que es mucho peor que la esclavitud? En este mundo nuestro en el
que se mide al milímetro la acción de un policía para ver si se ha excedido en repeler incluso una
agresión, ¿por qué hablamos del derecho a matar? Algunos lo llaman progresismo
para disimular la realidad, pero matar no puede ser progreso alguno, ni
siquiera –por lo que se ve- para el perro de la tristemente contagiada de
ébola. Por cierto, la cobertura dada a estos asuntos –y pienso que tienen mucha
entidad-, no nos hará olvidar la vida robada a los inocentes, ni tampoco a los
niños violentados por el pederasta de Ciudad Lineal. Pero no tapemos barro con lodo.
Finalmente,
están los que declaran que es un tema religioso. Vamos a ver: aborto hay desde
que el mundo es mundo. Y podemos descubrir intelectuales precristianos que ya
lo condenaban en base a un algo inherente a la persona que, si negamos, cercenamos nuestros propios
derechos. Quien piense que los Derechos Humanos dependen de otra ley otorgada
por los hombres y no de su propia naturaleza, es un esclavo. Así apuntaba
Sófocles en Antígona: “No creo que vuestras leyes tengan tanta fuerza que hagan
prevalecer la voluntad de un hombre sobre la de los dioses, sobre estas leyes
no escritas e inmortales. ¿Acaso podré, por consideración a un hombre, negarme
a obedecer a los dioses?”
Y
otro clásico, Cicerón, escribía en La República: “Ciertamente existe una ley
verdadera, de acuerdo con la naturaleza, conocida de todos, constante y sempiterna… A esta no le es lícito ni arrogarle ni derogarle
algo, ni tampoco eliminarla por completo. No podemos disolverla por medio del
Senado o el pueblo. Tampoco hay que buscar otro comentador o intérprete de
ella. No existe una ley en Roma, otra en Atenas, otra ahora, otra en el
porvenir; sino una misma ley, eterna e inmutable, sujeta a toda la humanidad en
todo tiempo”. Así era el pensamiento jurídico romano, del que somos herederos
hasta que perdimos el sentido lúcido del
ser para aniquilarnos a nosotros mismos.
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