Autor: Pablo
Cabellos Llorente
¿Quién
no recuerda aquellos versos de Muñoz Seca en “La venganza de don Mendo”?: ¡Puñal de puño de aluño!,
¡Puñal de bruñido acero, orgullo del puñalero, que te forjó y te dio bruño! Saliendo del tono jocoso de esa obra, me
sirve sin embargo para traer a cuento el título de estas líneas. Algunos de los magníficos puñales fabricados
en Toledo con el mejor acero llevaban grabada esa leyenda: No te fíes de mí si
te falta corazón. Era una especie de advertencia al dueño del arma: no te sirvo
de nada si te escasean los arrestos.
Es
una llamada a ejercitar la virtud de la fortaleza que conlleva, para que de
verdad lo sea, la grandeza de ánimo, un corazón generoso, es decir, ha de ser
ejercitada por amor, magnánimamente. Y cuanto más grande sea ese amor, tanto
más corazón requiere. Ha escrito Jesús Ballesteros que la magnanimidad implica
ensanchar la atención a los demás hasta abarcar a todo el género humano. La
sola lectura de esta idea del ilustre profesor de L’Universitat de Valencia nos
invita a reflexionar acerca de nuestras actitudes con la sociedad, las
personas, el mundo que nos rodea. Ese pensamiento está mucho más cerca de la
salida a las periferias del Papa Francisco, que del chismorreo, la murmuración
o el enredo del que tantas veces nos rodeamos.
Esta
sociedad nuestra, bajo capa de la libertad de pensamiento y expresión
–sumamente loables-, es chismosa, empequeñecedora de la realidad, más fijona en
lo negativo que en tantos escenarios positivos existentes. No se trata de
edulcorar nada, pero seguramente podríamos poner más corazón, más grandeza de
ánimo al hablar o escribir incluso de sucesos lamentables. Hemos de procurar no
deprimir a los demás sin ignorar lo que
sucede. Se puede, y pienso que se debe, criticar sin herir, sin desanimar con
algo más que se cae, con la corrupción de turno o la tristeza de la guerra. No
es fácil la tarea de informar de sucesos acongojantes sin la congoja que
conllevan. En ocasiones, el enojo puede incluso constituir un deber, pero sin
acidez, para ayudar.
San
Josemaría, hombre de gran corazón, nos da una pauta: “Magnanimidad: ánimo
grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a
salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en
beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la
cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo
dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de
entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra
entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”. El no
creyente puede evitar la última frases y, muy probablemente, le servirá
también.
Ánimo grande, alma amplia en la que
caben muchos. ¿Por qué voy a situar al otro lado de mi frontera al que piensa
de modo diverso a mí? Más aún: ¿por qué
crear fronteras si lo propio de la persona es su apertura a los otros? ¿Por qué
edificamos barricadas frente a los que opinan de modo distinto? Y todavía peor:
¿por qué hemos de pelear con ellos si todos y cada uno poseen la dignidad de
persona por el sólo hecho de serlo? Vale la pena pensar y actuar en
consecuencia. Además de tratar a todos conforme a su honor, obviaríamos
situaciones como la de condenar antes que lo haga un juez, evitaríamos una
sociedad triste y dedicada al lamento. El sólo lloriqueo de nada sirve si no es
para mortificar. Y creamos un estilo de vida que no es el del amor, sino del
resquemor, de la sospecha, tal vez del odio.
No te fíes de mí si te falta corazón.
Posiblemente, es el clamor de cuantos instrumentos–de todo tipo- poseemos que,
quizá siendo poderosos, incluso óptimos, se vuelven contra los demás porque nos
falta corazón, necesitamos más magnanimidad, en la que no anide la estrechez,
la cicatería, ni la trapisonda interesada. Y hemos de estar atentos, porque
este no es un problema exclusivo de comunicadores, empresarios y políticos. Es
asunto de todos la dedicación sin reservas a lo que vale la pena, a entregarse
a sí mismo, hasta abarcar a todo el género humano, como escribí con palabras
del profesor Ballesteros.
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