Meditaciones del
Rosario. Segundo Misterio Glorioso. La Ascensión del Señor.
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Tú estuviste allí, no
podías faltar. Con los apóstoles: tus nuevos hijos, la Iglesia naciente que
Jesús dejó a tu cuidado.
Lo viste subir, triunfar para siempre. Subía y regresaba al cielo como
triunfador. Derrotados quedaban sus enemigos: la muerte, el demonio, el
mundo.
Era tu triunfo también. Si los éxitos del hijo son también de su madre, la
ascensión de Jesús tú la vivías como propia; era el anticipo de tu asunción.
Aquel Hijo tuyo, nacido en Belén, que había venido a la tierra a través de tu
carne, ahora se iba a la patria definitiva. Aquel hijo, perdido durante la
eternidad de tres días en el templo, ahora no sabías cuantos años estarías
sin verlo. ¡Qué dolor, dolor nuevo, que hacía casi intolerable, insufrible,
la separación del Hijo amado!
A partir de entonces tu corazón estaría más en el cielo que en la tierra.
Allí estaba José, tu esposo, el compañero maravilloso de la infancia y
juventud de Jesús. ¡Qué ratos tan inefables, tan difíciles también, en su
compañía! Él se te había adelantado. Él vería llegar a Jesús al cielo, y
recibiría de Él las más sentidas gracias por haber cumplido tan perfectamente
su misión de padre. Allí estaría desde ese momento Jesús. Pero Tú te quedabas
en la tierra sola, muy sola. Porque tu amor se iba, y te dejaba sola en la
tierra.
Sólo quien ha estado locamente enamorado y pierde a la persona amada sabe de
este dolor. Tú eras la enamorada por excelencia de Jesús. Por eso, tu dolor
no tenía límites ni comparación.
Pero tu voluntad no se sumergía en la tristeza, porque Jesús te había
entregado una nueva misión: la Iglesia naciente. Con cuánto amor repetiste tu
oración favorita: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra".
Con tu oración, tu amor, tus consejos y tu prudencia, la Iglesia niña crecía
incontenible. Crecía en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres,
como en otro tiempo tu Jesús. ¡OH Madre de la Iglesia, que acunaste
nuevamente en tus brazos aquella criatura que Jesús te entregó!
Se mezclaban la nostalgia -la fuerza que te lanzaba hacia el cielo- y el amor
a la Iglesia que necesitaba tu cariño, tu presencia, tu oración. La nostalgia
era desgarradora, la esperanza larguísima. Tú veías en la Iglesia la
continuación de Jesús en la historia como ningún teólogo lo ha visto. Toda la
Iglesia estaba llena de la presencia de Jesús.
Tus nuevos hijos eran más débiles que Jesús. Los lobos acechaban. Satanás,
que había devorado a Judas, seguía esperando matar a toda la grey, cuando aún
era débil e indefensa. Pero contaba con tu defensa irresistible. Nostalgia,
espera y certeza de llegar al cielo para ti y tus hijos. Él ya, faltamos
nosotros...
Ahora Tú también estás en el cielo. Faltamos nosotros...Acuérdate de
nosotros.
Nueva etapa de fe: Volviste a encender la lámpara que había alumbrado tu
caminar por la vida, con aceite nuevo, con nuevo vigor. Era el comienzo
fresco y pujante del cristianismo. Tú eras la primera cristiana, la que
debías vivir y contagiar a todos la alegría recién estrenada del hombre y
mujer nuevos, del nuevo estilo de vida, la religión del amor.
Oh Madre, se nos ha olvidado muy pronto que la religión fundada por tu Hijo
es la religión del amor, la religión de las bienaventuranzas. Nos hemos
quedado con unas pocas ideas rancias y con un aburrimiento vital. Resucita en
nosotros la alegría del "mirad cómo se aman" que avasalló a los
primeros.
¿Qué hemos hecho de la religión del amor? Los cristianos hemos vaciado la
religión del amor para quedarnos con los mandamientos mal cumplidos. Y nos
resulta aburrida, pesada, inaguantable.
La misma religión que a los primeros los entusiasmó hasta el extremo, los
arrastró hasta el martirio sin pestañear, a nosotros nos resulta sosa y
aburrida. ¿No será que hemos perdido la savia vital? Y ¿qué somos, que queda
de nosotros si nos falta el amor? Nada. Pura fachada.
Tú comulgabas con más fe que ninguno, llegando a sentir a Jesús en tus
entrañas como cuando crecía en tu seno. Te absorbías, te elevabas de la
tierra, te ibas...Vivías de la comunión anterior y vivías para la siguiente,
como la enamorada que no puede separarse del Amado.
Enséñanos a comulgar con el fervor con que Tú lo hacías en los años de tu
soledad. Los cristianos observaban con respeto y emoción tu actitud. Y seguro
que, como a Jesús, te pedían: "Enséñanos a comulgar con el fervor con
que Tú lo haces".En la forma de recibir a Jesús se confirma el amor o la
indiferencia de los cristianos de hoy.
Quiero imaginar las palabras que dirigías a los apóstoles: El primer
evangelio pasado por la mente y el corazón de su Madre. Y así entendían de
manera entrañable las enseñanzas de Jesús: Tú les abrías el sentido, pero,
sobre todo, encendías sus corazones. Cuantas veces Pedro, Juan y los demás debían
comentar como los discípulos de Emaús: "¿No ardía nuestro corazón
mientras nos explicaba María los misterios de la vida de Jesús?"
Cuanto necesitamos, María, que nos vuelvas a explicar los misterios y la
enseñanza de Jesús, sobre todo el amor que nos tiene, para que nuestro
corazón arda de amor por Él y por Ti. ¡Cómo motivarías a Pedro, cada vez que
el pesimismo y las dificultades de guiar a la Iglesia querían doblarlo! ¡Qué
firme y gentil pastora guiaba al primer Papa, lo mismo que al actual Benedicto
XVI! ¡Cómo les hablarías del cielo, repitiéndoles con apasionado acento las
palabras de Jesús: "Alegraos de que vuestros nombres están escritos en
el cielo"! Hay que merecerlo, hay que ganarlo. Ahí estaremos juntos para
siempre...
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Autor:
P Mariano de Blas LC.
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