sábado, 19 de septiembre de 2015

La dimensión social de la Eucaristía

Camino hacia el Jubileo extraordinario de la Misericordia 


En la misión de la Iglesia la reconstrucción de la persona es inseparable de la reconstrucción de sus vínculos de pertenencia y comunión


Un tiempo fuerte de gracias
Hoy, a cincuenta años de la conclusión del Concilio Vaticano II, que se refería a la Eucaristía como “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”1, invitados por el papa Francisco a mirar lo que es esencial y primordial del Evangelio, convocados en este tiempo fuerte de gracias que es este Congreso Eucarístico y Mariano del Perú,  camino hacia el Jubileo extraordinario de la Misericordia… proclamemos todos, junto a los apóstoles en torno a Pedro, con sus sucesores, con los santos y mártires, con el magisterio perenne de la Iglesia y el “sensus fidei” del pueblo de Dios, de generación en generación… que el Verbo de Dios encarnado, Jesucristo crucificado y resucitado, está verdadera, real y sustancialmente presente en la Eucaristía, en los signos del pan y del vino.
Aquél que está en la Trinidad  “en el seno” del Padre, que es el mismo de la encarnación en el seno de María –Él, el hijo del carpintero, nacido en Belén, 2000 años ha– es el mismo que muerto en cruz y resucitado, es Presencia viva para los hombres de todo tiempo y lugar, dándonos su Cuerpo para ser comido y su Sangre para ser bebida. ¡Misterio grande de la fe y sacramento de nuestra redención!
En la Eucaristía, en cada Eucaristía, la Pascua de Cristo es evocada, re-presentada,  actualizada. Todo cambia con la muerte del Verbo encarnado y su glorificación como Señor del universo entero. Es la victoria de la vida –¡la vida eterna!– contra las potencias de muerte: la victoria de la suprema libertad contra todas las cadenas de esclavitudes; la victoria del amor contra el odio y el egoísmo. Es la perfecta reconciliación del hombre con Dios, consigo mismo, con los demás hombres y con la naturaleza: la certeza y promesa de un “cielo nuevo y una tierra nueva” donde no habrá más llanto ni crujir de dientes.
Si tenemos conciencia de la magnitud, sin medidas humanas, de este acontecimiento, ¡cuánto lo reducimos si participamos en la Eucaristía despojados del estupor ante tan tremendo misterio, si lo convertimos en una tradicional obligación ritual, incluso en un comportamiento gregario y conformista! ¡Cuánto ha de interpelarnos el hecho de que muchos creyentes no participen en la Eucaristía dominical, quedando con “una identidad cristiana, débil y vulnerable”!2 ¡Cuánto lo reducimos si lo vivimos apenas como devoción individual y cuando lo que celebramos en el templo resulta, de hecho, irrelevante para la vida, en seguida después del “la Misa ha terminado, vayan en paz”!

El mayor acontecimiento de la historia humana
Hablar de la “dimensión social” de la Eucaristía no es considerar esta dimensión como un agregado o mera consecuencia de la participación en ella. Participamos en un inaudito acontecimiento, el más decisivo en la vida de las personas, en la historia humana, en el destino del cosmos. Ser partícipes, mediante la Eucaristía, de la muerte y resurrección de Cristo, en obediencia al Padre, por gracia del Espíritu Santo, nos injerta en el dinamismo más radical y total que con-mueve el corazón de la persona, que atraviesa y guía la historia humana, que se enseñorea del cosmos entero. ¿Qué sería de la vida, cuál sería el sentido de toda la aventura humana, sin resurrección de entre los muertos? “La resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo entero. Donde parece que todo ha muerto vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable (…). La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo”, pues ha penetrado hasta el fondo y totalmente “la trama oculta de la historia”. Por eso, “en la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable (…). Es un acto de amor cósmico” (…), que une cielo y tierra y penetra todo lo creado”3.
Se trata de un acontecimiento, pues, que abraza todas las dimensiones de nuestra existencia. Por eso, la dimensión personal, social, histórica y cósmica del evento son inseparables. Ésta es la gracia que imploramos en este Congreso:  reconsiderar y revivir la inescrutable e inagotable verdad y belleza del Dios con nosotros en la Eucaristía.
Trataré de destacar especialmente esa “dimensión social” siguiendo el esquema que Su Santidad Juan Pablo II proponía en su primera Encíclica, «Redemptor Homínis”, cuando se refería a la Eucaristía que es, al mismo tiempo, Sacra­mento-Presencia, Sacramento-Sacrificio y Sacramento-Comunión4.

Del “hombre viejo” al “hombre nuevo”   
Afirma Santo Tomás que la Eucaristía es el sacramento por excelencia, el más importante, dado que en él Cristo está presente no sólo a través del don de su Gracia, sino personalmente. El Nuevo Testamento inicia anunciando que el Verbo se hizo carne y la Eucaristía es la última, la más radical e íntima, bien re­al determinación de ese acontecimiento, del don que Dios hace a los hombres de su presencia, de su compañía. “Si el Verbo no se hubiera hecho hombre no tendríamos su carne –escribe S. Agustín–, y si no tuviéramos su carne no co­meríamos el pan del altar”5. Este es el milagro más radical y potente de transformación de la persona: el encuentro y comunión con Dios, presencia permanente, Uno entre nosotros, Jesucristo en su Iglesia, objeto de experiencia como la presencia de un amigo, de un padre, de una madre, horizonte total que plasma la vida, el amor más decisivo y fecundo, punto de referencia en el modo de ver, concebir y afrontar toda la realidad.
 “¿Qué es, en efecto, el cristianismo? ¿Es quizás una doctrina que se puede re­petir en una escuela de religión? ¿Es quizás un seguimiento de leyes morales? ¿Es quizás un cierto conjunto de ritos? Todo esto es secundario, viene después. El cristianismo es un hecho, un acontecimiento”6.  Es, antes que todo, una presen­cia, el aquí y el ahora del Señor, que nos sostiene en el aquí y ahora de la fe y de la vida de fe. Ni teoría, ni moralismo, ni ritualismo, sino acontecimiento y, por eso, encuentro real con una Presencia, la del Dios que ha entrado en la historia y que en la Eucaristía es “carne y sangre de Jesús encarnado”7. No se trata cier­tamente de un recuerdo nostálgico y devoto de lo acontecido casi 2000 años ha, sino del reconocimiento, a la luz de la fe, de su Presencia viva que viene siempre al encuentro de los hombres y que nos llama a su seguimiento, hoy con la misma realidad, novedad y actualidad, con el mismo poder de persuasión y afección que tuvo hace dos mil años con sus primeros discípulos y hace 500 años con los “juandiego” del Nuevo Mundo. Por eso, el papa Francisco asegura que no se cansará de repetir “aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: ‘No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
 “En realidad –nos dice el Concilio Vaticano II–  el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”9. “El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre” 10. La Eucaristía es nuestra pascua, nuestro paso del “hombre viejo” al “hombre nuevo”, la conciencia viva de nuestra suprema dignidad humana, creados a imagen y semejanza de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, liberados del pecado y llamados a crecer en humanidad. No hay más excelsa dignidad de la persona humana que la del bautizado, incorporado a Cristo en la Eucaristía. El Evangelio de Jesucristo es “buena noticia” sobre la dignidad de la persona humana”11. Se trata de una “dignidad infinita”. “Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso”12
Este encuentro con Cristo, que se renueva en cada Eucaristía, es la respuesta sobreabundante pero totalmente correspondiente y satisfactoria a los anhelos de verdad y amor, de felicidad y justicia, de los que está hecho el corazón del hombre. El ser humano está hecho de infinito. Esos deseos y exigencias de su “corazón” no admiten confines. Queremos la verdad entera sobre las cosas, desde los indomables e ininterrumpidos “porqué” que nos acompañan desde la infancia hasta las investigaciones de las ciencias, las reflexiones de la metafísica, la inteligencia de la fe. Sabemos que todo aspecto particular adquiere su verdadera luz desde la totalidad, y ello conduce nuestra sed de verdad al fondo, a la raíz y a la totalidad de la realidad. Queremos ser totalmente felices, sin que se trate de una experiencia pasajera, interrumpida y empañada por dolores, sufrimientos y fracasos. Nos rebelamos ante las injusticias en las que personas, grupos sociales y pueblos enteros quedan sometidos a la opresión, a la explotación, a la exclusión de los bienes destinados a todos, sobre todo del bien de la propia vida, de la propia dignidad. Queremos construir un mundo en que reine definitivamente la justicia, en el que se conviertan las espadas en arados y acaben las guerras, tiranías y esclavitudes. Queremos amar y, sobre todo, ser amados, con un amor que abrace toda nuestra humanidad, que supere todo límite, que sea más fuerte que la muerte, un amor sin fin, total, un amor para siempre. Sin embargo, cuanto más laten estos deseos y preguntas en el “corazón”, cuanto más se percibe su alcance totalizante, cuanto más arde la exigencia y más se levanta el clamor por respuestas y realizaciones totales de esos anhelos, tanto más se sufre la desproporción humana, la limitación de las capacidades humanas para alcanzar tal completa satisfacción. No logramos alcanzar toda la verdad, toda la felicidad, toda la justicia y todo el amor que ansiamos naturalmente, íntimamente, infinitamente, con nuestras fuerzas limitadas, desordenadas, finitas. Sería antinatural, irracional, inicuo, que esos deseos y exigencias que constituyen nuestro ser quedaran condenadas a la frustración. La vida no es, ¡no puede ser!, una “pasión inútil”, como escribía Jean-Paul Sartre. No son anhelos arbitrarios; apuntan a un más allá, claman por un más allá. Nuestro corazón tiene una necesidad última, imperiosa, de verdad y felicidad, justicia y amor, que claman por su realización. Sólo la hipótesis Dios, sólo la afirmación del Misterio como realidad que existe más allá de nuestra capacidad meramente humana, corresponde a la estructura original del hombre. Es el mismo Dios, que puso esos anhelos en el corazón del hombre –creado a su imagen y semejanza–, que viene al encuentro del hombre, en la historia, para comunicarle la certeza y la promesa de su plena realización.

La dignidad trascendente de la persona humana
Ni el poder ni la riqueza pueden satisfacer esos anhelos. Cuando el Estado o el mercado pretenden desconocer o reducir tales deseos, se atenta contra la “dignidad trascendente de la persona”13; cuando, en vez, pretenden darles respuesta y satisfacción se arrogan un poder salvífico que no hace más que generar infiernos. La dignidad de la política está en su servicio al bien común, reconociendo la primacía ontológica de esa dignidad de cada persona y de todas las personas.  El principio fundamental de toda comunidad o institución de la sociedad es el del respeto y promoción de la dignidad única, irrepetible e irreductible de cada persona humana, de toda persona humana.
Donde se ofusca la fe en Dios creador del hombre y hecho hombre, “entra en crisis el más profundo motivo de reconocimiento de la dignidad originaria de todo ser humano”14.  Por eso, todo intento de construir la ciudad humana sin Dios, contra Dios, termina por convertir a la persona en medio y no ya en fin, en cosa, instrumento, mercancía, fuerza anónima, número y engranaje de la maquinaria política, económica y cultural. El libro de Henri De Lubac –“El drama del humanismo ateo”– ilustra claramente esa parábola histórica de los “humanismos” ideológicos del siglo XX que concluyeron en terribles fenómenos de vasto y masivo alcance en la destrucción de lo humano. Así terminaron y se desmoronaron las utopías de construcción del “hombre nuevo” por el poder. Hoy más que nunca es tarea fundamental la de custodiar la dignidad trascendente de la persona humana, que no puede ser reducida a mera célula desechable del vientre materno, a eslabón de la cadena biológica, a productor o consumidor dentro de una lógica economicista, a la sola condición de ciudadano bajo la administración del Estado, a espectador pasivo de terminales electrónicos y televisivos, a objeto de todo tipo de manipulaciones.
Por eso, hay que recomenzar siempre de la persona, lo que a veces parece un objetivo ínfimo y desproporcionado ante los grandes escenarios y cuestiones globales. En realidad, se trata de abandonar el pensamiento engañador, ilusorio, de que este modelo o aquel sistema, en virtud de sus objetivos y mecanismos, pueda sustituir un cambio en el corazón de la persona, en sus actitudes y comportamientos. Ese es el realismo cristiano que propone, ante todo, rescatar la persona y sus obras, congénitamente frágiles, reformables, mejorables. Reconstruir la persona es un desafío que puede llamarse sintéticamente educativo: despertar y cultivar la humanidad del hombre, el estupor agradecido ante la grandeza y la belleza del ser de la persona, la autoconciencia de su dignidad, los anhelos de verdad –sentido de la vida y de toda la realidad– y de amor, de felicidad, belleza y justicia, que están arraigados en su corazón, con los que se afronta y discierne toda la realidad y por los que vale la pena vivir y convivir, sacrificarse y luchar, donarse y esperar. No hay mejor inversión, ni mayor riqueza, ni capital más productivo y rentable para la persona, la comunidad y toda la sociedad de lo que se despliega a partir de este auténtico trabajo educativo. La auténtica riqueza de una comunidad son sus hombres y mujeres, la dignidad de su razón y libertad, su disponibilidad para el sacrificio en la oferta conmovida de sí mismos, su capacidad de iniciativa, de laboriosidad, de empresa, de construcción solidaria. Estado y mercado tienen necesidad de sujetos libres, que enfrenten la realidad con esos anhelos de libertad, verdad y felicidad, que son los mejores recursos de humanidad. La persona es la fuerza de toda comunidad, de la sociedad, del Estado, de la misma comunidad cristiana. No en vano, cada vez se está valorizando más el capital humano como factor primordial en la empresa y en el desarrollo de las comunidades. Lo contrario –como realidad y amenaza– es la banalización de la conciencia y la experiencia de lo humano difundida capilarmente por la sociedad del consumo y del espectáculo, censurando las preguntas más connaturales e inquietantes de la persona sobre el sentido de la vida y de toda la realidad, atrofiando sus deseos de verdad y amor, felicidad y justicia, reduciendo y confundiendo la razón y la afectividad, la libertad y responsabilidad.

La transformación de la existencia de la persona
La Eucaristía es la suprema exaltación de lo humano.  Si es verdadero encuentro con Cristo, profunda comunión, entonces cambia la vida de quienes lo encuentran. Nada puede quedar ajeno a esa “metanoia”, es decir, a esa conversión, a esa transformación de toda la existencia. Si es verdadero encuentro, cambia la vida de la persona e imprime con su impronta la vida matrimonial y familiar, las amistades, el trabajo, las diversiones, el uso del tiempo libre y el dinero, el modo de mirar toda la realidad, e incluso los mínimos gestos cotidianos. Todo lo convierte en más humano, más verdadero, más esplendoroso de belleza, más feliz. Todo lo abraza con la potencia de un amor transfigurador, unitivo, vivificante. “El que está en Cristo, es nueva creación”15. Lo que queda sin cambiar hace parte de nuestra carga residual de paganismo, de mundanidad.
El cristianismo es llamado de Cristo a nuestra libertad; espera la simplicidad del “fiat”,  como el de la Virgen María, para que, por medio de la sacramentalidad de la Iglesia, se haga carne en nuestra carne. De tal modo se convierte en totalizante, que es lo contrario de un cristianismo disociado de los intereses vitales de la persona. Esa “metanoia”, esa novedad de vida, no es resultado del esfuerzo moral, siempre frágil, de la persona, sino fruto ante todo de la gracia, o sea, de un encuentro que se vuelve amistad, comunión, confianza en el amor misericordioso de Dios y que puede llegar a exclamar con el apóstol: “vivo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí”16.
 “La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar –señalaba Juan Pablo II– será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vivir más conformes a la dignidad humana”17.

La presencia real de Jesucristo en los pobres
El Papa Benedicto XVI nos recordaba, además, que “junto a la presencia real de Jesús en el sacramento, existe  aquella otra presencia real de Jesús en los más pequeños, en los despreciados de este mundo, en los últimos, en los cuales Él quiere que lo encontremos”18. Entre los Padres de la Iglesia se decía que los pobres son como “la segunda eucaristía” del Señor: “cuantas veces habéis hecho esto a uno de mis pequeños –dar de comer al hambriento, beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y encarcelados…– a Mí lo habéis hecho”, afirma el Señor en el  bien conocido texto del evangelista Mateo.
La Iglesia latinoamericana ha dado en este sentido una gran contribución a la Iglesia universal, cooperando a retomar ese amor preferencial por los pobres que es dimensión esencial del Evangelio, después de un arduo trabajo de discernimiento que dejara atrás pasividades indiferentes, por una parte, y reducciones ideológicas, políticas y moralistas, por otra. Por eso, el papa Francisco no se cansa, con las palabras y los gestos, de poner ante nuestros ojos la realidad de un Dios que, siendo rico, se abajó de modo inaudito en la pobreza y quiso que lo reconociéramos en el rostro de los pobres. Son los rostros que se encuentran en las periferias miserables de las grandes ciudades, en los niños de la calle, en los ancianos solos y empobrecidos, en los que sufren situaciones de desocupación e incluso de hambre, en las víctimas de la violencia, en los inmigrantes y refugiados, en los enfermos abandonados, en quienes ofuscan su dignidad por el alcohol y la droga, en las víctimas de la trata de seres humanos,  en los más indefensos que son los niños por nacer sometidos al crimen abominable del aborto. Son esos rostros con los que convivimos y que los Obispos latinoamericanos reconocían interpelantes en el documento final de la V Conferencia General del Episcopado latinoamericano en Aparecida19
Hay entre los pobres y la Eucaristía una misteriosa pero bien real e indisoluble relación. La Eucaristía nos ayuda a redescubrir la presencia del Señor en los pobres, mientras que los pobres nos ayudan a vivir la Eucaristía en toda su verdad, con todas sus exigencias. De allí que el papa Francisco haya podido hasta decir que habría que arrodillarse ante los pobres en la Iglesia20. Estamos todos llamados, pues, a renovar nuestro compromiso de amor solidario y eficaz a los pobres, sean que sufren pobreza material, pobreza moral o pobreza espiritual.

Entregar la vida por los demás
La existencia eucarística del cristiano tiene que reflejar e irradiar ese amor de quien dio su vida por nosotros, quedándose en nuestra compañía, dándonos su cuerpo para ser comido y su sangre para ser bebida.  Aquí entramos en esta otra inseparable dimensión de la Eucaristía como Sacrificio. Sabemos que la institución de la Eucaristía y la muerte de Jesús en la Cruz, signo de su amor redentor, son, de hecho, en su significado más profundo, un único misterio. El gesto profético en la última Cena ofreciendo su cuerpo “entregado” y su sangre “derramada” por muchos21, anticipa y presupone, así como anuncia e interpre­ta la muerte ya inminente de cruz. La Eucaristía es el memorial de ese Sacrifi­cio perfecto y definitivo del Verbo hecho carne[1]. Jesús abraza todo posible sufrimiento del hombre, realmente, cargando «con la iniquidad de todos nosotros”22.
Es el “cordero de Dios que quita el peca­do del mundo”23, víctima inocente que se da a sí mismo, que ofrece su propia vida, en obediencia y para glorificación del Padre. Es la  revelación del amor infinito e eterno que lo une, en obediencia, a su Padre misericordioso y, a la vez, del amor inaudito que los une a los hombres. Porque la gloria de Dios es la salvación del hombre.
“El amor que le impuso ir a la muerte por nosotros –escribe un gran teólogo24– fue también el que le hizo dársenos en comida. No se contentó con darnos sus dones, sus palabras y consejos, sino a sí mismo. Acaso haya que pre­guntar a la mujer, a la madre, a la amante, para hallar alguien que comprenda es­ta exigencia de dar, no algo, sino de dar a sí mismo. A sí mismo con todo el propio ser no solo el espíritu, no sólo la fidelidad, sino el cuerpo y el alma, la carne y la sangre: todo. Sin duda es el mayor amor querer alimentar a otro con lo que uno es. Y el Señor fue a la muerte para entrar por la resurrección, en aquel estado en que quería darse a todos en todo tiempo”.
Estemos atentos, hermanos, que en este lenguaje de dar su cuerpo y su sangre por nosotros, para nosotros, que los apóstoles consideraban  “demasiado duro”, entra la cruz,
 “escándalo” y “locura”25. Porque esta­mos siempre tentados de distraernos, de escaparnos, de las preguntas más acuciantes e ineludibles  de nuestra vida. Quisiéramos no contar con el peso de los límites de la criatura, con la contradicción de hacer el mal que no queremos y no hacer el bien que queremos, con la herida y la acechanza del sufri­miento, con la fatiga de nuestro trabajo, con la ambivalencia del instinto en la posesión de los afectos, con la muerte de los seres queridos y que es compañera inseparable de la vida... Quisiéramos que el hombre no fuera el lobo del hombre, el Caín del Abel, ni explotador, ni asesino, ni que fuéramos extraños e indiferentes los unos con los otros. Hasta llegamos a soñar un dios que no ne­cesitase la cruz para amar al hombre. «Esta es la horrenda raíz de vuestro error -escribía S. Agustín-: vosotros pretendéis hacer consistir el don de Cristo en su ejemplo, mientras que el don es su Persona misma»26.
Predica­mos a un «Cristo crucificado»27. No es la cruz ni mito, ni analogía, ni símbo­lo, menos un modelo literario. La Cruz es el signo terrible del pecado de los hombres, pero al mismo tiempo del misterio inaudito de la misericordia de Dios, que nunca nos defrauda ni abandona, que nos perdona siempre, aunque seamos nosotros los que “nos cansemos de pedir perdón”28. Es el signo de inagotable fecundidad en la reconciliación con Dios y con los hermanos. Por eso, la Iglesia es ministerio de reconciliación que va rompiendo todos los muros de separación entre los hombres y los pueblos, sean los muros que se alzan para fomentar la disgregación de la familia, sean los muros de inicuas desigualdades sociales alzados por  el dios dinero, sean los muros de contraposiciones alzados por los violentos y terroristas, sean los muros alzados por las lógicas de poder y las ideologías, sean los muros alzados por la indiferencia ante la vida, las necesidades y el destino de los demás.  ¿Cómo confesar que com-partimos el pan de vida eterna si indiferentes a compartir el pan de la unidad de la vida matrimonial y familiar, a compartir los frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, a compartir los bienes destinados a todos, a compartir una convivencia en la que reine el amor,  imperando aun los muros de separación y de iniquidad?

Agradecidos por el sacrificio
Sin Cristo, sin el Misterio que ha vencido a la muerte29, toda nuestra vida sería no sólo incomprensible, sino injusta. “Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco y sin esperanza cuyas ilusiones están todas destruidas por la muerte, lo soy a causa de aquella muerte que me abre el acceso al Dios que me plenifica. Florezco en el sepulcro del Dios que murió por mí, ahondo mis raíces en la tierra de Su Carne y de Su Sangre”30. No hay motivo de angustia, pues, sino de acción de gracias. Esto es lo que quiere decir etimológicamente “eucaristía”. Lo primero y lo mejor, lo más ver­dadero de nosotros, es saber dar gracias. Porque “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” y que “nos amó hasta el extremo”, pues “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”31. El misterio del amor infini­to de Dios se revela y cumple en Jesucristo, por su anonadamiento hasta la Cruz, con toda la profundidad e intensidad de su sufrimiento, de su Sacrificio, pero en función de algo más grande... Es una muerte para una resurrección. Es un “pasaje” de Cristo hacia el Padre y, con Él, glorificado, acceso de la humanidad redimida. Muerte y resurrección no son más que dos facetas de un mismo acontecimiento de amor.
La muerte, hermanos, ha sido vencida. Pero a una condición: sin sacrificio no hay libertad, no hay liberación. No hay que tener miedo al sacrificio –físico, moral, espiritual– porque no es objeción a la vida sino la condición de la vida, para que permanezca la ternura y la alegría, para que se mantenga viva la esperanza y eterno todo gesto de amor. Lo que vale, cuesta. ¡Dios es el Valor Absoluto! Sin sacrificio, una relación –de cualquier naturaleza, con nuestra mujer, con los hijos, con el propio trabajo, con los amigos– no es, no puede ser verdadera. No en vano, el “mandamiento nuevo” nos ha sido dado durante la última cena, signo distintivo de su discipulado: amar como Él nos ha amado. Que nos apremie, nos urja la “caritas Christi”, ya que “si uno murió por todos» es «para que no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”32.  “También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”33. No se puede decir gracias a tan gran amor sino con la entrega de toda la existencia. Estamos llamados al martirio, y el “odio del mundo” está bien presente para recordárnoslo.

Un corazón misericordioso
Participar en la Eucaristía nos tiene que llevar, si la vivimos en toda su verdad, a amar a nuestros prójimos como los ama Jesús, con sus mismos sentimientos, con su misma disponibilidad de entrega y servicio. Nos quiere Jesús como sus colaboradores para la liberación del mundo por piedad hacia los hombres. “Este es el gran tiempo de la misericordia. No lo olviden: éste es el gran tiempo de la misericordia”, decía el papa Francisco al inicio de su pontificado34. Por eso, él mismo ha convocado al yo próximo Jubileo de la Misericordia. La misma etimología de la palabra “misericordia” (“cor”, “miseri”) muestra un corazón que abraza a los sufridos y necesitados. Es la imagen del padre que no se cansa de esperar al “hijo pródigo” con los brazos abiertos sin pedirle una rendición de cuentas preventiva. Es la imagen del buen samaritano que se detiene ante el herido y lo lleva al albergo, que es como el “hospital de campaña”35  con el que el papa Francisco ha identificado la Iglesia. ¡Y cuántos son los heridos en el cuerpo y en el alma que se encuentran por las calles de nuestras ciudades, por los campos, las montañas y las selvas de nuestros países! Convivimos con ellos, cargando con nuestras propias heridas.
Por eso, quedamos todos invitados a tomar la Cruz, a asumir y compartir el sufrimiento humano, completando en nuestra carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”36. No pode­mos dejar de estar especialmente presentes allí donde Cristo sufre en nuestros hermanos más necesitados. “Estamos con vosotros –afirmaba Juan Pablo II–, con todos vosotros que sufrís en la propia carne las llagas dolorosas de la humani­dad contemporánea”37. Nos edificamos en el misterio de la potente solidaridad de los que participan en el sufrimiento de Cristo. Seamos testigos de compasión por el hombre, apasionados por su dignidad y su destino. Sepamos combatir las violencias, injusticias y mentiras en las que se objetiva el pecado del mundo. Tenemos que ser protagonistas de esa potencia transformadora del amor de Dios en nuestra propia vida, en la vida de nuestro matrimonio y familia, en los ambientes de trabajo, en el ejercicio de la política toda tendida al bien común. No hay fuerza más revolucionaria y más constructiva que el amor verdadero.
En efecto, la presencia de la Iglesia católica está tradicionalmente implantada en los espacios públicos de las naciones y en la vida de sus pueblos.  Ha generado nuestros pueblos, los ha acompañado en vicisitudes históricas, ha sido expresión y sostén ideal de la convivencia social y asumido un papel crucial en coyunturas críticas. Ha estado siempre cercana a las necesidades de las personas, las familias y los pueblos, también por medio de una red de obras educativas, hospitalarias, culturales, de promoción del trabajo y de las más diversas formas de servicio y asistencia, no como suplencias a las carencias del Estado y el mercado sino por irradiación de la caridad. El amor de Cristo no puede sino manifestarse como pasión por la vida y el destino de nuestros pueblos y especial solidaridad con los más pobres, sufrientes y necesitados. Es cierto que esta presencia de la Iglesia ha sido a veces empañada por compromisos mundanos, distracciones y omisiones, que no faltan ni escandalizan en una comunidad que se sabe formada por pobres pecadores sólo congregados y reconciliados por la gracia de Dios, y que educa a la invocación del “mea culpa” al comienzo de cada celebración eucarística para ser cada vez más fieles a su Señor y a su servicio a los hombres.

Testigos de esperanza
Seamos en un mundo confuso, atribulado, testigos de esperanza. No deja de latir en  nosotros –en nuestro cuerpo, en nuestra persona, en la convivencia social, en la creación misma– un anhelo de no quedar some­tidos a la «caducidad», de ser «liberados de la corrupción», de que se rompan las cadenas de esclavitud impuestas por el poder del pecado y de la muerte. Ansiamos esa liberación, la verdadera realización de nuestra humanidad, la feli­cidad que ya no cargue con un fondo de tristeza. Vivimos como en los dolores de un parto: no sólo dolor sino conciencia del hombre nuevo que nace.  En los dolores del parto «poseemos las primicias del Espíritu», comienza a manifestarse la adopción a hijos, la «redención de nues­tro Cuerpo»38. En la relación con Cristo, en su compañía, asociados a Su sacri­ficio en la Eucaristía, la «resurrección de la carne» ha ya comenzado, como el alba que dará paso a la jornada Ya desde ahora, en cada instante, estamos «salvados en la esperanza»39.
La esperanza es la certeza en el futuro que se cumple ahora, que comienza a realizarse hoy, que se manifiesta en todo signo de amor, en todos los espacios de reconciliación, fraternidad y solidaridad que se van abriendo en la aventura humana, hasta que irrumpan los “cielos nuevos y la tierra nueva”. Por eso, «esperamos con perseverancia», acompañada por el grito que concluye la Biblia: «Ven, Señor Jesús»40. Mientras tanto, peregrinos, continuamos ofreciendo nuestras vidas gracias al único Sacrificio de Cristo que, por intermedio del sacerdote, se cum­ple en el altar, y nos alimentamos con ese viático para el camino, que es «remedio de inmortalidad, antídoto contra la muerte, alimento de la vida eterna en Jesucristo»41 .

La realidad sorprendente de la comunión    
Los invito ahora a reflexionar sobre las implicaciones y consecuencias sociales de otra dimensión inseparable de la Eucaristía, su ser fuente, signo y cumbre de comunión.
La Última Cena es el acto de fundación de la Iglesia en la que Jesús dona a los suyos la liturgia de Su muerte y resurrección. La Iglesia celebra así su naci­miento, pero no sólo como un hecho del pasado sino, sobre todo, como aconte­cimiento que se realiza y renueva siempre en todo sacrificio eucarístico. Por eso, los Padres de la Iglesia cultivaron la hermosa imagen de la Iglesia, así co­mo de la Eucaristía, emanando de la herida abierta del costado de Cristo, de la que fluyen continuamente sangre y agua. La Iglesia pro­longa en el tiempo y en el espacio el acontecimiento real, viviente, de Jesucris­to: es nuestra contemporaneidad con Él y Su contemporaneidad con nosotros, la forma en que viene a nuestro encuentro en las más diversas circunstancias de la vida.
Fue Henri de Lubac quien destacó especialmente en nuestro tiempo cómo el término «corpus mysticum» contradistingue originariamente la Eucaristía y que, para el apóstol Pablo como para los Padres de la Iglesia, la idea de la Igle­sia como Cuerpo de Cristo ha sido indisolublemente vinculada a la idea de la Eucaristía42. Surge así una eclesiología eucarística, llamada frecuentemente eclesiología de la «communio». Esta eclesiología de comunión constituye el verdadero corazón de la doctrina sobre la Iglesia del Vaticano II, la actual auto­conciencia eclesial y, a la vez, totalmente ligada a la de sus orígenes. Hay una compenetración total entre la Iglesia y la Eucaristía, como realización del Misterio de comunión que se origina y fluye del sacrificio de la Nueva Alianza. Así se reconoce que la Iglesia «hace la Eucaristía» como la «Euca­ristía construye» la Iglesia43.
Ahora bien, al recibir a Cristo mismo en la comunión euca­rística quedamos asociados a la unidad de su Cuerpo, que es la Iglesia, a la familia de Dios, a la comunión eclesial. No hay vínculo más real, más íntimo, más total, que éste que une al hombre con Cristo y, en Cristo, con la Trinidad y con todos los hombres. Aferrándonos en el Bau­tismo e incorporándonos en la comunión, Jesucristo nos ha convertido en miembros de un solo Cuerpo. Todos somos uno en Cristo44. Cualquier utopía que el hombre haya creado no llega ni de lejos a imaginar esta unidad que el acontecimiento de Cristo ha realizado entre nosotros. Si Dios se ha encarnado, y está aquí, y se comunica con nosotros, tú y yo somos una sola cosa. Entre tú y yo, extraños, diversos, lejanos, opuestos, ha ocurrido algo tremendo: «tremendum mysterium». Nos reconocemos en un «signo de unidad y en un vínculo de caridad»45, mucho, pero muchísimo, más potente que cualquier relación de pa­rentesco, que cualquier solidaridad social, política o ideológica. Porque Cristo está presente precisamente a través y dentro el milagro de nuestra unidad. Te­nemos la sublime dignidad y enorme responsabilidad, tú y yo, nosotros, de ser signo físico de Su Presencia. San Ireneo ya lo reafirmaba con vigor contra los «gnósticos de ayer», pero vale también contra los «espiritualistas de hoy»: el apóstol Pablo «no habla de un cuerpo invisible y espiritual (...) sino de un verda­dero organismo humano que consta de carne, nervios y huesos, y que se nutre del cáliz que es su sangre y crece con el pan que es su cuerpo»46. Y San Alberto Magno escribe en varios escritos: “Este sacramento nos transforma en cuerpo de Cristo, de modo que seamos huesos de sus huesos, carne de su carne, miembros de sus miembros”47. Ya lo decía también el Beato Pablo VI: “La Eucaristía (…) ha sido instituida para que seamos hermanos (…), para que de extraños, dispersos e indiferentes unos a otros, lleguemos a ser uno, iguales y amigos; se nos ha dado para que , en lugar de una masa apática, egoísta, formada por gente dividida entre sí y hostil, seamos un pueblo, un verdadero pueblo, creyente y amante, con un solo corazón y una sola alma”48.
Por eso mismo, queridos hermanos, el escándalo que provoca un Dios que se hace carne –aquel hijo del carpintero que se presenta como Hijo de Dios, redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia– se prolonga, conti­núa, en la escándalo que provoca la Iglesia: una comunidad de pobres pecadores es­cogidos por la misericordia de Dios, no obstante nuestra indignidad, para ser testigos de esa Presencia divina  que abraza a todos los hombres y que quiere que to­dos «se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». Esto provoca muchas veces  contra sus discípulos el mismo rechazo y persecución que sufrió el Maestro. El papa Benedicto nos advertía que, gracias a Dios, no somos nosotros los que conducimos a la Iglesia, no son nuestros proyectos o estrategias, ni siquiera el Papa conduce a la Iglesia, es Dios mismo quien la conduce por medio del Espíritu Santo. Son los dones sacra­mentales y carismáticos por los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Jesucristo los que edifican y renuevan la Iglesia, su comunión y misión. ¡La Iglesia no es «nuestra»,  es «suya», de Dios! Bien se ha dicho que «no se trata de hacerla sino de recibirla, o sea recibirla de donde ella “es” ya, de donde ella “está” realmente presente: de la comunidad sacramental de su Cuerpo que atraviesa la historia»49. No se aglutina a la gente en comunidad cristiana me­diante iniciativas, ni por búsquedas afanosas de instrumentos organizativos, ni por distribución de poderes y actividades. Lo que realmente convoca y atrae es una realidad viviente, una novedad de vida compartida, que encuentra su «fuente» y su «ápice» en la Eucaristía. Es en ella que radica la vitalidad espiri­tual, comunitaria y misionera de la Iglesia.
 Es el sacramento central de la evangelización, de la que el mundo tiene tanta necesidad.
Hay que, antes que nada, acoger ese don de la unidad, en la verdad y en la caridad, significado, testimoniado y garantido, por la comunión afectiva y efectiva con los Obispos y entre los Obispos, cum et sub Pedro51. Todas las comunidades cristianas –las Iglesias particulares, las parroquias y santuarios, las cofradías y los movimientos eclesiales, las familias y las comunidades eclesiales de base...– están llamadas a vivir y testimoniar ese misterio de comunión, como lugares de la construcción real de la persona, de realización de su vocación y destino, de su libertad ante las pre­siones amoldantes del medio ambiente, de su crecimiento hacia su verdadera estatura, de su apasionada responsabilidad por la propia vida y la de los demás.
Si hemos verdaderamente comido y be­bido el Cuerpo y la Sangre del Señor, no podemos más vivir como extraños si­no que ha de ser sorprendente la fraternidad, la amistad que experimentamos, dilatándose dentro de todo ambiente de la convivencia. Tendríamos que susci­tar la misma exclamación como la que los paganos de ayer reaccionaban ante los primeros cristianos, ante los mártires: «¡Ved cómo se aman!”. Esa vida nueva en la unidad es el don más grande que Dios da para la con­versión y la transformación del mundo. Es débil, es frágil nuestra pertenencia eclesial, nuestra comunión real, si no es, a pesar de nuestro pecado, testimonio de un mundo nuevo, como el alba de una humanidad reconciliada, primicias de la unidad y felicidad que anhela el “corazón” del hombre. En ese sentido, los Padres de la Iglesia hablaban de ella como “forma mundis”, testimonio fecundo de un mundo nuevo en el amor y la verdad. La Iglesia es “casa y escuela de comunión”50 para bien de todas las comunidades humanas.
Por eso, hay que tener muy presente lo que el Evangelio y los Padres de la Iglesia señalan y alertan: no hay comunión sin reconciliación. “Dios no acepta el sacrificio de quien está en discordia –escribe San Cipriano– y le manda que antes se retire del altar a reconciliarse con su hermano (…). El mejor sacrificio para Dios es nuestra paz y concordia fraternas y un pueblo unido, como están unidos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”51. “Esta cena –escribe a su vez San Alberto Magno– debe ser consumada en la caridad de la unidad eclesiástica”52. La res última de la Eucaristía es la Iglesia –escribe Santo Tomás de Aquino–: la Iglesia en cuanto caridad de Cristo compartida, personalizada y capaz de hacer vivir en el amor53.
Al término de la Santa Misa quedamos mandados a concretizar en nuestra vida de cada día la caridad compartida en la liturgia sacramental. Es la vida el lugar final de la Eucaristía. Así como Cristo lava los pies de los apóstoles en la última cena, así también nosotros estamos llamados, como Cristo, a servir y dar la vida por nuestros hermanos.

 Reconstruir los vínculos de comunión entre los hombres
Por eso, en la misión de la Iglesia la reconstrucción de la persona es inseparable de la reconstrucción de sus vínculos de pertenencia y comunión. En la aldea global construida por la revolución de las comunicaciones lo que más falta son auténticas relaciones humanas, de amistad y comunión, pues predominan las formas dominantes del extrañamiento y la indiferencia, por una parte, o de la manipulación y explotación, por la otra.
En la base de toda formación social está la realidad de la persona como don, que encuentra en la relación matrimonial entre hombre y mujer la modalidad de realización paradigmática de todas las relaciones sociales. Por eso, la Iglesia custodia, defiende y promueve el bien del matrimonio y la familia, célula natural de la estructura social, comunidad de amor abierta a la vida, primera y fundamental morada del “yo”, lugar de la más íntima y decisiva comunicación humana y, por eso, escuela de crecimiento en humanidad. Es, al mismo tiempo, banco de trabajo y de apoyo solidario, especialmente en situaciones de crisis social. De ella depende la calidad de vida de las personas y de la sociedad. Por eso mismo, la agresión que sufre la familia, en su misma naturaleza y en su misión, es gravísimo atentado contra el bien de toda comunidad nacional.
Patria viene de paternidad, nación de nacimiento que evoca la maternidad: pueblo es la fraternidad más allá de la estirpe. Esta es la dialéctica de la amistad en la construcción de la persona, de las comunidades, de la nación, siempre amenazada por la dialéctica entre el señor y el esclavo, dialéctica de contraposición y división, cuyo príncipe es el diablo (etimológicamente, quien opera la división por la mentira y el odio). La misma Iglesia emplea categorías “familistas” –paternidad, maternidad, esponsales, hijos, fraternidad– para auto-comprenderse y para la comprensión del mismo Dios inalcanzable.  Hoy se trata de reconstruir los vínculos humanos, las moradas humanas de las personas y el tejido social, allí donde está la célula familiar, la comunidad de trabajo, los círculos de amigos, la relación de buena vecindad, las compañías por afinidades ideales, las más diversas libres iniciativas y obras de auto-organización popular.
El Estado no es la sociedad sino que está al servicio de la sociedad. Aquí es donde está en juego la actualidad e importancia del principio de subsidiariedad. Sólo así pueden ser retomadas, gradual y pacientemente, renovadas experiencias de ser pueblo entre quienes se reconocen hijos y partícipes de una misma historia, en la memoria viva de una tradición, co-habitantes de una morada común, conscientes de convivir y trabajar juntos, movidos por un ideal de vida buena. ¿Quién puede pensar que los enormes problemas, desafíos y tareas del desarrollo de nuestras comunidades pueden ser enfrentados adecuadamente sólo con manejos del poder político o confiando en la “mano invisible” del mercado? ¿Quién piensa que se puede prescindir de corrientes vivas, movimientos, variadas formas de participación, de formación y cooperación, de emprendimiento y asistencia que amplíen los espacios de la subjetividad de la sociedad y de la participación democrática y constructiva de los pueblos?  El “capital social” es considerada actualmente como variable muy importante para todo proceso de desarrollo.
Esta vasta y ardua tarea de reconstrucción  del tejido social –sin la cual los tiempos duros de crisis económica y social no se afrontan adecuadamente ni se consolida y promueve una auténtica democratización– requiere una educación de la persona a la libertad, responsabilidad, laboriosidad y solidaridad, asumiendo con seriedad la propia vida y por eso también la de sus prójimos. Se necesita educar y movilizar las mejores energías humanas de la persona y de las comunidades. La participación es fundamental, desde la base hasta la cúspide de la pirámide social, suscitando una auténtica democracia participativa y poniendo realmente el Estado al servicio de la sociedad. Y esto es algo bien diferente de los que todo pretenden y esperan del Estado según una mentalidad asistencialista, corporativista, de clientelas parasitarias, o de los que todo esperan de la “mano invisible” del mercado, aunque la mayoría quede como meros consumidores o peor aún, como desocupados, excluidos y marginados. Cuando todo gira en torno a las pujas de poder y a los manejos burocráticos del Estado, o a la confianza en las modalidades de auto regulación del mercado, sin tener en cuenta la dignidad y centralidad de los sujetos reales –personas, familias, comunidades, asociaciones, empresas, iniciativas sociales, ¡la misma Iglesia!– va corroyéndose el tejido democrático del Estado y bloqueándose las posibilidades virtuosas de una economía social.
La subjetividad de la persona, en su integridad espiritual y corporal, está en la base de la subjetividad de la sociedad, y ambas son prioridades fundamentales para el desarrollo de la comunidad a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia54.

Una cultura de la solidaridad
La comunión con Dios y los hermanos, que la Eucaristía expresa y alimenta, ha de tender a romper la lógica disgregante y malsana del individualismo y las absorbentes e interminables dialécticas de descalificaciones y enfrentamientos para reconstruir una cultura y ética de la solidaridad, y desde su ímpetu benéfico, la refundación de los vínculos sociales, políticos e ideales de la convivencia nacional. Sólo así se difunde un reconocimiento de una común dignidad y destino, esa pasión por la propia vida que se vuelve pasión por el destino de los prójimos, del propio pueblo, ese asumir como propias las necesidades de los demás, ese interesarse de todos por todo y todos –al menos como tensión ideal– que se llama “solidaridad”; o sea, como dice la Encíclica “Sollicitudo Rei Sociales” de S.S. Juan Pablo II: la “firme y perseverante determinación de operar por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”55.
Reconstruir el pueblo como sujeto histórico y la patria como morada común, más allá de la masificación, la división insalvable y la atomización, requiere esa obra paciente y perseverante de conversión solidaria, de revitalización de la propia tradición y de las reservas éticas y religiosas de los pueblos, de convergencias ideales, de sacrificios, trabajos y esperanzas compartidas, para la construcción de una vida más humana para todos.
Hay que superar el creciente dualismo entre quienes logran participar y beneficiar, sea del punto vista económico que cultural, de los beneficios de la globalización y quienes quedan cada vez más excluidos y marginados. Hay que “globalizar la solidaridad”, como han reiterado muchas veces los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.  Pero la solidaridad como imperativo moral tiende a desgastarse en la vida de las personas: o se crispa en formas de exasperación o decae en el cansancio y en el escepticismo. A veces se reduce a una episódica filantropía de buenos sentimientos. Sólo quien vive la experiencia de ser abrazado por una experiencia gratuita de caridad misericordiosa, la vive en sus afectos y trabajos, como impronta de toda su vida, no obstante el peso del propio egoísmo, y la comunica como obra solidaria que asume las necesidades de los prójimos como propias e intenta darles respuesta. Entonces la caridad, alimentada por la Eucaristía, sostiene, anima y refuerza la solidaridad, y la cualifica y enriquece por la gratuidad, el perdón, la reconciliación56.
Caridad y solidaridad se expresan en el gesto del buen samaritano que encuentra al herido por el camino (¡por las calles de nuestros pueblos y ciudades!). “La inclusión o exclusión del herido al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos”57. Caridad y solidaridad se expresan, pues, también cuando se convierten en obras destinadas a enfrentar en forma más sistemática y duradera las necesidades humanas. Existe una “caridad de las obras”58, pues “obras son amores”. Pero ya S.S. Pío XII hablaba de una “caridad política” –y lo han seguido haciendo sus sucesores–, a través de la presencia en instituciones y ámbitos de la vida social, económica, política y cultural, para organizar y estructurar la sociedad, combatiendo la injusticia y las escandalosas desigualdades, emprendiendo reformas competentes y valientes en pos de la efectiva destinación universal de los bienes y la mejor calidad de vida humana para todos59.

La Iglesia, generadora de comunidades y pueblos
En sociedades marcadas por graves desigualdades, conflictos y fragmentaciones, una dialéctica de la amistad en el desarrollo comunitario encuentra sólido fundamento y alimento en la gratuidad de la caridad y en ese “modelo de unidad”, que la Eucaristía convierte en  experiencia viva. Sólo un amor más grande que el de nuestras medidas humanas es fuente de energía para reconstruir los vínculos de participación y convivencia, de solidaridad y fraternidad. Por eso, la Iglesia es siempre generadora y re-generadora de comunidades y pueblos.
Han podido bien  afirmar los Obispos latinoamericanos que “la Iglesia tiene que animar a cada pueblo para construir en su patria una casa de hermanos donde todos tengan una morada digna para vivir y convivir con dignidad”, en “la alegría de querer ser y hacer una nación, un proyecto histórico sugerente de vida en común”, favoreciendo todos los gestos, obras y caminos de reconciliación y amistad social, de cooperación e integración”60. Más aún: “La Iglesia de Dios en América Latina y el Caribe es sacramento de comunión de sus pueblos. Es morada de sus pueblos; es casa de los pobres. Convoca y congrega todos en su misterio de comunión, sin discriminaciones ni exclusiones (...)” Por eso, es en sí misma realidad y promesa de superación de desgarramientos, dominaciones y contradicciones que hieren el cuerpo social y de construcción de una “patria grande” de pueblos hermanos, “a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia”61.

Ad Jesum per Mariam
La tradición y la devoción de nuestros pueblos ha sabido siempre conjugar íntimamente, sin jamás contraponerlos, el amor al misterio central de la Eucaristía y la devoción a la Santísima Virgen María. Porque es Ella quien, con su “Fiat”, abre al Hijo la vía de la encarnación y con toda razón la representan muchas veces con la hostia sagrada en su vientre, como Virgen eucarística. Es Ella quien nos ayu­da a vivir ese misterio de comunión como familia de Dios, formando corazones de hijos y hermanos, custodiando a los hermanos de su Hijo que aun peregrinan. Es la Madre que acoge en su corazón todos los sufrimientos y esperanzas de sus hijos, auxiliándolos, consolándolos, pero también animándonos a construir una sociedad a la luz de su cántico del Magnificat, que es sintesis de las bienventuranzas evangélicas. El papa Francisco, en su homilía pronunciada el 12 de diciembre de 2014, en la Basílica de San Pedro, celebrando la festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, dirigiéndose a Ella, así rezaba: "nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, porque de ellos es el Reino de los cielos". Que la madre de Cristo –Madre nuestra, madre de la Iglesia– nos ayude siempre a reconocer, acoger y testimoniar Su Presencia real, viviente entre nos­otros, a asociarnos a Su Sacrificio salvífico, a vivir el misterio de comunión para el que todos hemos sido destinados, a ser constructores de una sociedad de hijos y hermanos. ¡Amen!                                   
Conferencia del Dr. Guzmán M. Carriquiry Lecour, Secretario encargado de la Vice-Presidencia de la Pontificia Comisión para América Latina, en el Congreso Eucarístico Internacional en la Arquidiócesis de Piura (13-16 de agosto de 2015).
   

NOTAS
1. Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 11, Sacrosanctum Concilium 10,Presbyterorum Ordinis 5, Chrsitus Dominis 30, Ad Gentes 9).
2. Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Aparecida, 2007, n. 286.
3. S.S. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, Vaticano, 2013, nn. 276, 277.
4. San Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Hominis, Vaticano 1979, n. 20.
5. San Agustín, Sermón 130, 2, cittado por Carlo Porro en L’Eucaristia, Piemme, Casal Monferrato, 1990, p. 41.
6. Luigi Giussani, Un avvenimento di vita, cioè una storia, Edit S.r.L., Roma 1993, p. 338.
7. Justino, Primera Apología, 65-67, en La teologia dei Padri, Città Nuova, Roma 1984, vol. 4, p. 159.
8. S.S. Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, Vaticano 2005, n. 1.
9. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Vaticano, n. 22.
10. Gaudium et Spes, n. 41.
11. Cfr. San Juan Pablo II, Redemptoris Hominis, 10.
12. S.S. Francisco, Encíclica Laudato si, Vaticano, n. 65.
13. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 14.
14. S. S. Juan Pablo II, discurso a la Asamblea de la Iglesia italiana en Loreto, 11/4/1985.
15. 2Cor 5,16.
16. Gal 3,19.
17. San Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, Vaticano 1988, n. 34.
18. Joseph Ratzinger, Meditazione sul Venerdí Santo, 1973.
19. Aparecida, nn. 407 y ss.
20. S.S. Francisco, Videomensaje  a los participantes del espectáculo “Se non fosse per te”, abril 2015.
21. Lc 22,19; Mc 14,24.
22. Is 53,2-6; Gal. 3,13; Ef. 2,14-17.
23. Jn. 1, 29.
24. Romano Guardini, Jesucristo, ed. Guadarrama, Madrid 1960, p. 123.
25. 1Co 1,23.
26. San Agustín, Contra Julianum. Opus imperfectum, citado en Litterae Comunionis, Milano, abril 1990, n. 4.
27. 1Co 1,23.
28. S.S. Francisco, alocución 17.III.2013.
29. Col 1,18; Rom 8,2; Heb 2,15; Hch 2,24.
30. Hans Urs Von Balthasar, “Cordula, ovverosia il caso serio”, Queriniana, Brescia 1968, p. 27.
31. Jn 3,16; 3,1; 15,13.
32. 2Col 5,14-21.
33. 1Jn 3,16.
34. S.S. Francisco, Angelus, 12.VI.2014.
35. S.S. Francisco, 21.IX.2013.
36. Col 1,24.
37. San Juan Pablo II, Mensaje de Navidad, 25.XII.1984.
38. 1Col 15,20-24; Gal 3,26; Rom 8,14-17; 2Pe 1,4; Fil 3,20.
39. Rom 8,23 ss.
40. Ap 22,20.
41. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 20,2, en “La teologia dei Padri”, vol. 4, p. 159.
42. Henri de Lubac, Meditaciones sobre la Iglesia, ed. Encuentros, Madrid 1988, pp. 107-132.
43. San Juan Pablo II, Redemptoris Hominis, n. 20; Lumen Gentium, n. 11.
44. Gal 3,28; Col 3,11.
45. 1Co 10,17; Lumen Gentium, n. 7.
46. San Ireneo, Contra las herejías, 5, 2, 2-3, en “La Teología de los Padres”, vol. 4, p. 160.
47. San Alberto Magno, De Euch, d. 3, tr. 4, c. 3 (B.38, 325).
48. Beato Pablo VI, Insegnamenti di Paolo VI, Vaticano 1966, III, p. 358.
49. Joseoh Ratzinger, L’ecclesiologia del Concilio Vaticano II, L’Osservatore Romano, 27.XI.1985.
50. San Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, Vaticano, 2001, n. 43.
51. Cipriano, Tratado del Padrenuestro, en Obras, BAC, Madrid 1964, p. 218
52. San Alberto Magno, ob. cit.
53. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, 79, 4; 80, 4; 73, 1.
54. Cfr. Comisión Pontificia Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Vaticano 2005.
55. Cfr. San Juan Pablo II, encíclica Sollecitudo Rei Socialis, Vaticano 1987.
56. Cfr. S.S. Francisco, Bula de indicción del Jubileo extraordinario de la Misericordia,
57. Miseridordiae Vultus, 15.IV.2015.
58. Cfr. Card. Jorge Bergoglio, La Nación por construir. Utopía, pensamiento,  compromiso. Claretiana, Buenos Aires, 2005, p. 73.
59. San Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 50.
60. Cfr. Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 208.
61. Documento de Aparecida, n. 534.
62. Documento de Aparecida, n. 524.

Por: Dr. Guzmán Carriquiry Lecour | Fuente: www.americalatina.va 

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