Por Fernando Pascual - fpa@arcol.org
Estamos
acostumbrados a hablar de los hijos como si se tratase de algo propio, de una
“posesión”. Tenemos un coche, tenemos una casa, tenemos un libro, tenemos un
perro y... “tenemos cuatro hijos”.
Gracias
a Dios, el coche no va a exigir sus derechos, ni va a gritar que no nos quiere.
Si no arranca, lo llevamos al taller. Si después de dos semanas de arreglos no
funciona, lo vendemos al chatarrero. En cambio, si el niño “no arranca” en la
escuela...
Es
cierto que los niños nacen dentro de una familia, por lo que resulta natural
que la familia asuma la responsabilidad de esa vida que empieza. Pero el niño
tiene un corazón, un alma, y eso no es propiedad de nadie. La filosofía nos
enseña que el alma, lo más profundo de cada uno, no puede venir de los padres,
sino que viene de Dios. Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y
asumen la hermosa tarea de ayudarle, pero no pueden dominarlo como al coche o
al perro.
Entonces,
¿cuál es la actitud más correcta ante el hijo que hoy “camina” a gatas por el
pasillo y que pronto empezará a darse coscorrones en la cabeza? ¿Le dejamos
hacer lo que quiera? Este era el sueño de Rousseau con su “creatura”, Emilio.
No hace falta ser un gran psicólogo para comprender que el niño ideal de
Rousseau llegaría a la juventud sólo por obra de un milagro... La realidad es
que los padres están llamados a dar una formación profunda, correcta, clara, a
sus hijos.
Primero
enseñamos al niño normas de “seguridad”: no asomarse por la ventana, no meterse
en la boca objetos peligrosos, no tocar animales extraños. Después, la búsqueda
de la salud nos hace pedirle que tenga las manos limpias, que no se llene el
estómago con caprichos, que no se rasque las heridas...
Simultáneamente
enseñamos al hijo a hablar. Sus ojos cada día brillan de un modo distinto, y
pronto su mundo interior, su corazón, se nos abre no sólo con las miradas, las
manos y la sonrisa, sino con esas primeras y temblorosas palabras que empieza a
decir con la confianza de ser acogido. Los padres que escuchan por vez primera
“mamá”, “papá”, sienten muchas veces un vuelco en el corazón. El niño crece, y
habla, y habla, y habla... Cuando ya ha aprendido un vocabulario básico,
impresiona por su hambre de saber, de comunicar, de decir que nos quiere, o que
ha dibujado un avión, o que ha visto una lagartija, o que acaba de encontrar un
amigo de su edad...
Alguno
podría pensar que la misión de los padres termina aquí, y que el resto le toca
a la escuela. Sin embargo, el hijo todavía tiene que aprender detalles de
educación que van mucho más allá de las normas de supervivencia o del usar bien
las palabras del propio idioma. Dar las gracias, pedir permiso, saludar a un
maestro, prestarle un juguete al amigo, hacer los deberes en vez de contemplar
lo que pasan por la tele...
La
educación moral es uno de los grandes retos de toda la vida familiar. La mayor
alegría que pueden sentir unos padres es ver que sus hijos son, realmente,
buenos ciudadanos. El dolor de cualquier padre es darse cuenta de que su hijo
hace lo que quiere y que empieza a engañar a los maestros, a robar del monedero
de mamá, a golpear a los compañeros o hermanos más pequeños, e, incluso, a
levantar la voz en casa contra sus mismos padres...
San
Agustín se quejaba de que sus educadores le regañaban más por un error de
ortografía que por una falta de comportamiento. La queja tiene una triste
actualidad en quienes se preocupan más por el 10 de sus hijos en inglés que por
la pornografía que vean en internet o por las primeras drogas que puedan tomar
con los amigos. Si somos sinceros, es mucho mejor tener un hijo agradecido y
bueno, aunque no sepa alta matemática, en vez de tener un hijo ingeniero que ni
siquiera es capaz de interesarse por lo que les ocurra a sus padres ancianos...
Los
hijos no son propiedad de nadie, ni de la familia, ni de la escuela, ni del
Estado. Pero todos, especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los
niños y adolescentes a crecer en su vida como buenos ciudadanos y como hombres
de bien. Esa es la misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de
cada niño. Quienes hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han
ayudado a respetar a los demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y
justo, nunca seremos capaces de darles las gracias como se merecen. Quienes no
han tenido esta dicha... pueden, al menos, preguntar cómo se puede enseñar a
los hijos a ser, de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en
los principios éticos más elevados.
Esa es
la misión que reciben los esposos cuando su amor culmina en la llegada de un
hijo. Cumplirla puede ser difícil, pero la alegría de un hijo bueno no se puede
comprar ni con todo el dinero del Banco Mundial...
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original: https://www.aciprensa.com/Familia/propiedad.htm
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