Autor: Pablo
Cabellos Llorente.
Continúa
resonando el grito de Juan Pablo II en Santiago de Compostela invitando a
Europa a bucear en las raíces que la hicieron grande, un grito de amor
condensado en una frase: Europa se tú misma. El Papa Francisco ha hecho otro
tanto en un viaje relámpago a Estrasburgo. Dos discursos que nadie quiso
perderse excepto muy pocos. Incluso algunos políticos distantes de la Iglesia,
pero hábiles, se han puesto al frente de la manifestación como suele decirse.
Es claro que no comulgan con muchas de las grandes ideas que fue desgranando
Francisco, pero o han sido cucos advirtiendo la popularidad del Obispo de Roma,
o han permanecido impactados por algo nada común: ausencia de lo políticamente
correcto para llamar a las cosas por su nombre.
Efectivamente,
en las instituciones europeas, Francisco ha dicho las verdades del barquero, es
decir, ha tratado temas que corresponden a la naturaleza humana, ha construido
sus dos discursos sobre verdades sencillas, que muchos piensan, pero no se
atreven a decir por temor a ser encasillados, por esa falacia de lo
políticamente correcto, por no quedar mal. El Papa sí que ha hablado con
sensatez, palabra no aplicable a muchas declaraciones o decisiones al uso, que
utilizan el vocablo para apañar lo
injustificable. ¿Y de qué ha hablado el Pontífice? De muchos asuntos, pero lo
que me parece más interesante, porque de un modo u otro subyace en las dos
intervenciones, aunque mucho más explícitamente en su discurso al Parlamento
Europeo: la persona y su dignidad.
En efecto,
expondrá que la defensa de
la dignidad de cada persona es un compromiso importante y admirable, pues
persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como
objetos, de los cuales se puede
programar la concepción, la configuración y la utilidad,
y posteriormente pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles,
enfermos o ancianos. Luego, deja en el aire unos interrogantes golpeando las
conciencias: ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar
libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe
religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el
dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué
dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de
discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo
necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga
dignidad?
Todavía es preciso, incluso en
Occidente, valorar más cada ser humano, como hace Francisco. No tiene ningún
miedo para expresar que persisten
demasiadas situaciones en las que las personas son tratadas como objetos,
mientras que “la percepción de la importancia de los derechos humanos nace
precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos
sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del
valor de cada persona humana, única e irrepetible. Abunda en el tema afirmando
que la persona corre el riesgo un descarte hecho sin muchos reparos, como en el
caso de los dolientes, los enfermos terminales o los ancianos abandonados y sin
atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Desea colaborar a que Europa tenga más
esperanza por el reconocimiento sin
ambages de la dignidad de cada persona, añadiendo también, sin escondimiento
alguno, que esa dignidad lleva aparejada otra palabra capital: trascendente. A
partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, afirmó la centralidad de la persona humana,
que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. Dignidad trascendente, significa que la
naturaleza humana pueda apelar a su innata capacidad de distinguir el bien del
mal, a esa “brújula” inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el
universo creado. Estamos ante asuntos cruciales: naturaleza humana, ley
natural, Creación y, por tanto, esa amable dependencia del hombre respecto del
Creador, que lo capacita para descubrir en sí mismo lo bueno y lo malo. Ahí hay
un hueco importante para la Iglesia porque puede indicar nuestro camino natural
con la ayuda de la Revelación, que no añade nada nuevo al ser humano, sino que
le da seguridad cuando se pierde en vericuetos que la apartan de su sitio.
De ahí surge un catarata de exigencias
respecto a cada humano, como la afirmación de que Europa no es sólo economía,
los insostenibles modelos de vida opulentos, el peligro de la absolutización de
la técnica frente a una antropología que evite al hombre “el riesgo de ser reducido a un mero engranaje
de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado”,
la cultura del descarte, la despreocupación de los frágiles, etc. Estos
peligros los corre una Europa que no sea capaz de abrirse a la dimensión
trascendente de la vida, una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la
propia alma y también aquel “espíritu humanista” que, sin embargo, ama y defiende.
Sólo así será posible la unidad en la diversidad en una cultura multipolar y
transversal, pacífica y promotora de paz, que erradique el terrorismo religioso
e interracial.
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