Camino hacia el Jubileo extraordinario
de la Misericordia
En la misión de la Iglesia la
reconstrucción de la persona es inseparable de la reconstrucción de sus
vínculos de pertenencia y comunión
Un tiempo fuerte de gracias
Hoy, a cincuenta años de la conclusión
del Concilio Vaticano II, que se refería a la Eucaristía como “fuente y cumbre
de toda la vida cristiana”1, invitados por el papa Francisco a mirar
lo que es esencial y primordial del Evangelio, convocados en este tiempo fuerte
de gracias que es este Congreso Eucarístico y Mariano del Perú, camino
hacia el Jubileo extraordinario de la Misericordia… proclamemos todos, junto a
los apóstoles en torno a Pedro, con sus sucesores, con los santos y mártires,
con el magisterio perenne de la Iglesia y el “sensus fidei” del pueblo
de Dios, de generación en generación… que el Verbo de Dios encarnado,
Jesucristo crucificado y resucitado, está verdadera, real y sustancialmente
presente en la Eucaristía, en los signos del pan y del vino.
Aquél que está en la Trinidad “en
el seno” del Padre, que es el mismo de la encarnación en el seno de María –Él, el
hijo del carpintero, nacido en Belén, 2000 años ha– es el mismo que muerto en
cruz y resucitado, es Presencia viva para los hombres de todo tiempo y lugar,
dándonos su Cuerpo para ser comido y su Sangre para ser bebida. ¡Misterio
grande de la fe y sacramento de nuestra redención!
En la Eucaristía, en cada Eucaristía, la
Pascua de Cristo es evocada, re-presentada, actualizada. Todo cambia con
la muerte del Verbo encarnado y su glorificación como Señor del universo
entero. Es la victoria de la vida –¡la vida eterna!– contra las potencias de
muerte: la victoria de la suprema libertad contra todas las cadenas de
esclavitudes; la victoria del amor contra el odio y el egoísmo. Es la perfecta
reconciliación del hombre con Dios, consigo mismo, con los demás hombres y con
la naturaleza: la certeza y promesa de un “cielo nuevo y una tierra nueva”
donde no habrá más llanto ni crujir de dientes.
Si tenemos conciencia de la magnitud,
sin medidas humanas, de este acontecimiento, ¡cuánto lo reducimos si
participamos en la Eucaristía despojados del estupor ante tan tremendo
misterio, si lo convertimos en una tradicional obligación ritual, incluso en un
comportamiento gregario y conformista! ¡Cuánto ha de interpelarnos el hecho de
que muchos creyentes no participen en la Eucaristía dominical, quedando con
“una identidad cristiana, débil y vulnerable”!2 ¡Cuánto lo
reducimos si lo vivimos apenas como devoción individual y cuando lo que
celebramos en el templo resulta, de hecho, irrelevante para la vida, en seguida
después del “la Misa ha terminado, vayan en paz”!
El mayor acontecimiento de la historia
humana
Hablar de la “dimensión social” de la
Eucaristía no es considerar esta dimensión como un agregado o mera consecuencia
de la participación en ella. Participamos en un inaudito acontecimiento, el más
decisivo en la vida de las personas, en la historia humana, en el destino del
cosmos. Ser partícipes, mediante la Eucaristía, de la muerte y resurrección de
Cristo, en obediencia al Padre, por gracia del Espíritu Santo, nos injerta en
el dinamismo más radical y total que con-mueve el corazón de la persona, que
atraviesa y guía la historia humana, que se enseñorea del cosmos entero. ¿Qué
sería de la vida, cuál sería el sentido de toda la aventura humana, sin
resurrección de entre los muertos? “La resurrección no es algo del pasado;
entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo entero. Donde parece que
todo ha muerto vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza
imparable (…). La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de
ese mundo nuevo”, pues ha penetrado hasta el fondo y totalmente “la trama
oculta de la historia”. Por eso, “en la Eucaristía ya está realizada la
plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de
vida inagotable (…). Es un acto de amor cósmico” (…), que une cielo y tierra y
penetra todo lo creado”3.
Se trata de un acontecimiento, pues, que
abraza todas las dimensiones de nuestra existencia. Por eso, la dimensión
personal, social, histórica y cósmica del evento son inseparables. Ésta es la
gracia que imploramos en este Congreso: reconsiderar y revivir la
inescrutable e inagotable verdad y belleza del Dios con nosotros en la
Eucaristía.
Trataré de destacar especialmente esa
“dimensión social” siguiendo el esquema que Su Santidad Juan Pablo II proponía
en su primera Encíclica, «Redemptor Homínis”, cuando se refería a la
Eucaristía que es, al mismo tiempo, Sacramento-Presencia,
Sacramento-Sacrificio y Sacramento-Comunión4.
Del “hombre viejo” al “hombre
nuevo”
Afirma Santo Tomás que la Eucaristía es
el sacramento por excelencia, el más importante, dado que en él Cristo está
presente no sólo a través del don de su Gracia, sino personalmente. El Nuevo
Testamento inicia anunciando que el Verbo se hizo carne y la Eucaristía es la
última, la más radical e íntima, bien real determinación de ese acontecimiento,
del don que Dios hace a los hombres de su presencia, de su compañía. “Si el
Verbo no se hubiera hecho hombre no tendríamos su carne –escribe S. Agustín–, y
si no tuviéramos su carne no comeríamos el pan del altar”5. Este es
el milagro más radical y potente de transformación de la persona: el encuentro
y comunión con Dios, presencia permanente, Uno entre nosotros, Jesucristo en su
Iglesia, objeto de experiencia como la presencia de un amigo, de un padre, de
una madre, horizonte total que plasma la vida, el amor más decisivo y fecundo,
punto de referencia en el modo de ver, concebir y afrontar toda la realidad.
“¿Qué es, en efecto, el
cristianismo? ¿Es quizás una doctrina que se puede repetir en una escuela de
religión? ¿Es quizás un seguimiento de leyes morales? ¿Es quizás un cierto
conjunto de ritos? Todo esto es secundario, viene después. El cristianismo es
un hecho, un acontecimiento”6. Es, antes que
todo, una presencia, el aquí y el ahora del Señor, que nos sostiene en el aquí
y ahora de la fe y de la vida de fe. Ni teoría, ni moralismo, ni ritualismo,
sino acontecimiento y, por eso, encuentro real con una Presencia, la del Dios
que ha entrado en la historia y que en la Eucaristía es “carne y sangre de
Jesús encarnado”7. No se trata ciertamente de un
recuerdo nostálgico y devoto de lo acontecido casi 2000 años ha, sino del
reconocimiento, a la luz de la fe, de su Presencia viva que viene siempre al
encuentro de los hombres y que nos llama a su seguimiento, hoy con la misma
realidad, novedad y actualidad, con el mismo poder de persuasión y afección que
tuvo hace dos mil años con sus primeros discípulos y hace 500 años con los
“juandiego” del Nuevo Mundo. Por eso, el papa Francisco asegura que no se
cansará de repetir “aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro
del Evangelio: ‘No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”8 .
“En realidad –nos dice el Concilio
Vaticano II– el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado”9. “El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona
cada vez más en su propia dignidad de hombre” 10. La Eucaristía
es nuestra pascua, nuestro paso del “hombre viejo” al “hombre nuevo”, la
conciencia viva de nuestra suprema dignidad humana, creados a imagen y
semejanza de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, liberados del pecado y
llamados a crecer en humanidad. No hay más excelsa dignidad de la persona
humana que la del bautizado, incorporado a Cristo en la Eucaristía. El
Evangelio de Jesucristo es “buena noticia” sobre la dignidad de la persona
humana”11. Se trata de una “dignidad infinita”. “Quienes se empeñan
en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe
cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso”12
Este encuentro con Cristo, que se
renueva en cada Eucaristía, es la respuesta sobreabundante pero totalmente
correspondiente y satisfactoria a los anhelos de verdad y amor, de felicidad y
justicia, de los que está hecho el corazón del hombre. El ser humano está hecho
de infinito. Esos deseos y exigencias de su “corazón” no admiten confines.
Queremos la verdad entera sobre las cosas, desde los indomables e
ininterrumpidos “porqué” que nos acompañan desde la infancia hasta las
investigaciones de las ciencias, las reflexiones de la metafísica, la
inteligencia de la fe. Sabemos que todo aspecto particular adquiere su
verdadera luz desde la totalidad, y ello conduce nuestra sed de verdad al
fondo, a la raíz y a la totalidad de la realidad. Queremos ser totalmente
felices, sin que se trate de una experiencia pasajera, interrumpida y empañada
por dolores, sufrimientos y fracasos. Nos rebelamos ante las injusticias en las
que personas, grupos sociales y pueblos enteros quedan sometidos a la opresión,
a la explotación, a la exclusión de los bienes destinados a todos, sobre todo
del bien de la propia vida, de la propia dignidad. Queremos construir un mundo
en que reine definitivamente la justicia, en el que se conviertan las espadas
en arados y acaben las guerras, tiranías y esclavitudes. Queremos amar y, sobre
todo, ser amados, con un amor que abrace toda nuestra humanidad, que supere
todo límite, que sea más fuerte que la muerte, un amor sin fin, total, un amor
para siempre. Sin embargo, cuanto más laten estos deseos y preguntas en el
“corazón”, cuanto más se percibe su alcance totalizante, cuanto más arde la
exigencia y más se levanta el clamor por respuestas y realizaciones totales de
esos anhelos, tanto más se sufre la desproporción humana, la limitación de las
capacidades humanas para alcanzar tal completa satisfacción. No logramos
alcanzar toda la verdad, toda la felicidad, toda la justicia y todo el amor que
ansiamos naturalmente, íntimamente, infinitamente, con nuestras fuerzas
limitadas, desordenadas, finitas. Sería antinatural, irracional, inicuo, que
esos deseos y exigencias que constituyen nuestro ser quedaran condenadas a la
frustración. La vida no es, ¡no puede ser!, una “pasión inútil”, como escribía
Jean-Paul Sartre. No son anhelos arbitrarios; apuntan a un más allá, claman por
un más allá. Nuestro corazón tiene una necesidad última, imperiosa, de verdad y
felicidad, justicia y amor, que claman por su realización. Sólo la hipótesis
Dios, sólo la afirmación del Misterio como realidad que existe más allá de
nuestra capacidad meramente humana, corresponde a la estructura original del
hombre. Es el mismo Dios, que puso esos anhelos en el corazón del hombre
–creado a su imagen y semejanza–, que viene al encuentro del hombre, en la
historia, para comunicarle la certeza y la promesa de su plena realización.
La dignidad trascendente de la persona
humana
Ni el poder ni la riqueza pueden
satisfacer esos anhelos. Cuando el Estado o el mercado pretenden desconocer o
reducir tales deseos, se atenta contra la “dignidad trascendente de la persona”13;
cuando, en vez, pretenden darles respuesta y satisfacción se arrogan un poder
salvífico que no hace más que generar infiernos. La dignidad de la política
está en su servicio al bien común, reconociendo la primacía ontológica de esa
dignidad de cada persona y de todas las personas. El principio
fundamental de toda comunidad o institución de la sociedad es el del respeto y
promoción de la dignidad única, irrepetible e irreductible de cada persona
humana, de toda persona humana.
Donde se ofusca la fe en Dios creador
del hombre y hecho hombre, “entra en crisis el más profundo motivo de
reconocimiento de la dignidad originaria de todo ser humano”14. Por
eso, todo intento de construir la ciudad humana sin Dios, contra Dios, termina
por convertir a la persona en medio y no ya en fin, en cosa, instrumento,
mercancía, fuerza anónima, número y engranaje de la maquinaria política,
económica y cultural. El libro de Henri De Lubac –“El drama del humanismo
ateo”– ilustra claramente esa parábola histórica de los “humanismos”
ideológicos del siglo XX que concluyeron en terribles fenómenos de vasto y
masivo alcance en la destrucción de lo humano. Así terminaron y se desmoronaron
las utopías de construcción del “hombre nuevo” por el poder. Hoy más que nunca
es tarea fundamental la de custodiar la dignidad trascendente de la persona
humana, que no puede ser reducida a mera célula desechable del vientre materno,
a eslabón de la cadena biológica, a productor o consumidor dentro de una lógica
economicista, a la sola condición de ciudadano bajo la administración del
Estado, a espectador pasivo de terminales electrónicos y televisivos, a objeto
de todo tipo de manipulaciones.
Por eso, hay que recomenzar siempre de
la persona, lo que a veces parece un objetivo ínfimo y desproporcionado ante
los grandes escenarios y cuestiones globales. En realidad, se trata de
abandonar el pensamiento engañador, ilusorio, de que este modelo o aquel
sistema, en virtud de sus objetivos y mecanismos, pueda sustituir un cambio en
el corazón de la persona, en sus actitudes y comportamientos. Ese es el
realismo cristiano que propone, ante todo, rescatar la persona y sus obras,
congénitamente frágiles, reformables, mejorables. Reconstruir la persona es un
desafío que puede llamarse sintéticamente educativo: despertar y cultivar la
humanidad del hombre, el estupor agradecido ante la grandeza y la belleza del
ser de la persona, la autoconciencia de su dignidad, los anhelos de verdad
–sentido de la vida y de toda la realidad– y de amor, de felicidad, belleza y
justicia, que están arraigados en su corazón, con los que se afronta y
discierne toda la realidad y por los que vale la pena vivir y convivir,
sacrificarse y luchar, donarse y esperar. No hay mejor inversión, ni mayor
riqueza, ni capital más productivo y rentable para la persona, la comunidad y
toda la sociedad de lo que se despliega a partir de este auténtico trabajo educativo.
La auténtica riqueza de una comunidad son sus hombres y mujeres, la dignidad de
su razón y libertad, su disponibilidad para el sacrificio en la oferta
conmovida de sí mismos, su capacidad de iniciativa, de laboriosidad, de
empresa, de construcción solidaria. Estado y mercado tienen necesidad de
sujetos libres, que enfrenten la realidad con esos anhelos de libertad, verdad
y felicidad, que son los mejores recursos de humanidad. La persona es la fuerza
de toda comunidad, de la sociedad, del Estado, de la misma comunidad cristiana.
No en vano, cada vez se está valorizando más el capital humano como factor
primordial en la empresa y en el desarrollo de las comunidades. Lo contrario
–como realidad y amenaza– es la banalización de la conciencia y la experiencia
de lo humano difundida capilarmente por la sociedad del consumo y del
espectáculo, censurando las preguntas más connaturales e inquietantes de la
persona sobre el sentido de la vida y de toda la realidad, atrofiando sus
deseos de verdad y amor, felicidad y justicia, reduciendo y confundiendo la
razón y la afectividad, la libertad y responsabilidad.
La transformación de la existencia de la
persona
La Eucaristía es la suprema exaltación
de lo humano. Si es verdadero encuentro con Cristo, profunda comunión,
entonces cambia la vida de quienes lo encuentran. Nada puede quedar ajeno a esa
“metanoia”, es decir, a esa conversión, a esa transformación de toda la
existencia. Si es verdadero encuentro, cambia la vida de la persona e imprime
con su impronta la vida matrimonial y familiar, las amistades, el trabajo, las
diversiones, el uso del tiempo libre y el dinero, el modo de mirar toda la
realidad, e incluso los mínimos gestos cotidianos. Todo lo convierte en más
humano, más verdadero, más esplendoroso de belleza, más feliz. Todo lo abraza
con la potencia de un amor transfigurador, unitivo, vivificante. “El que está
en Cristo, es nueva creación”15. Lo que queda sin cambiar hace parte
de nuestra carga residual de paganismo, de mundanidad.
El cristianismo es llamado de Cristo a
nuestra libertad; espera la simplicidad del “fiat”, como el de la
Virgen María, para que, por medio de la sacramentalidad de la Iglesia, se haga
carne en nuestra carne. De tal modo se convierte en totalizante, que es lo
contrario de un cristianismo disociado de los intereses vitales de la persona.
Esa “metanoia”, esa novedad de vida, no es resultado del esfuerzo moral,
siempre frágil, de la persona, sino fruto ante todo de la gracia, o sea, de un
encuentro que se vuelve amistad, comunión, confianza en el amor misericordioso
de Dios y que puede llegar a exclamar con el apóstol: “vivo, pero no soy yo,
sino que es Cristo quien vive en mí”16.
“La síntesis vital entre el
Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán
plasmar –señalaba Juan Pablo II– será el más espléndido y convincente
testimonio de que, no el miedo sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el
factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren
nuevos modos de vivir más conformes a la dignidad humana”17.
La presencia real de Jesucristo en los
pobres
El Papa Benedicto XVI nos recordaba,
además, que “junto a la presencia real de Jesús en el sacramento, existe
aquella otra presencia real de Jesús en los más pequeños, en los despreciados
de este mundo, en los últimos, en los cuales Él quiere que lo encontremos”18.
Entre los Padres de la Iglesia se decía que los pobres son como “la segunda
eucaristía” del Señor: “cuantas veces habéis hecho esto a uno de mis pequeños
–dar de comer al hambriento, beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a
los enfermos y encarcelados…– a Mí lo habéis hecho”, afirma el Señor en
el bien conocido texto del evangelista Mateo.
La Iglesia latinoamericana ha dado en
este sentido una gran contribución a la Iglesia universal, cooperando a retomar
ese amor preferencial por los pobres que es dimensión esencial del Evangelio,
después de un arduo trabajo de discernimiento que dejara atrás pasividades
indiferentes, por una parte, y reducciones ideológicas, políticas y moralistas,
por otra. Por eso, el papa Francisco no se cansa, con las palabras y los
gestos, de poner ante nuestros ojos la realidad de un Dios que, siendo rico, se
abajó de modo inaudito en la pobreza y quiso que lo reconociéramos en el rostro
de los pobres. Son los rostros que se encuentran en las periferias miserables
de las grandes ciudades, en los niños de la calle, en los ancianos solos y
empobrecidos, en los que sufren situaciones de desocupación e incluso de
hambre, en las víctimas de la violencia, en los inmigrantes y refugiados, en
los enfermos abandonados, en quienes ofuscan su dignidad por el alcohol y la
droga, en las víctimas de la trata de seres humanos, en los más
indefensos que son los niños por nacer sometidos al crimen abominable del
aborto. Son esos rostros con los que convivimos y que los Obispos
latinoamericanos reconocían interpelantes en el documento final de la V Conferencia
General del Episcopado latinoamericano en Aparecida19.
Hay entre los pobres y la Eucaristía una
misteriosa pero bien real e indisoluble relación. La Eucaristía nos ayuda a
redescubrir la presencia del Señor en los pobres, mientras que los pobres nos
ayudan a vivir la Eucaristía en toda su verdad, con todas sus exigencias. De
allí que el papa Francisco haya podido hasta decir que habría que arrodillarse
ante los pobres en la Iglesia20. Estamos todos llamados, pues, a
renovar nuestro compromiso de amor solidario y eficaz a los pobres, sean que
sufren pobreza material, pobreza moral o pobreza espiritual.
Entregar la vida por los demás
La existencia eucarística del cristiano
tiene que reflejar e irradiar ese amor de quien dio su vida por nosotros, quedándose
en nuestra compañía, dándonos su cuerpo para ser comido y su sangre para ser
bebida. Aquí entramos en esta otra inseparable dimensión de la Eucaristía
como Sacrificio. Sabemos que la institución de la Eucaristía y la muerte de
Jesús en la Cruz, signo de su amor redentor, son, de hecho, en su significado
más profundo, un único misterio. El gesto profético en la última Cena
ofreciendo su cuerpo “entregado” y su sangre “derramada” por muchos21,
anticipa y presupone, así como anuncia e interpreta la muerte ya inminente de
cruz. La Eucaristía es el memorial de ese Sacrificio perfecto y definitivo del
Verbo hecho carne[1]. Jesús abraza todo posible sufrimiento del
hombre, realmente, cargando «con la iniquidad de todos nosotros”22.
Es el “cordero de Dios que quita el pecado
del mundo”23, víctima inocente que se da a sí mismo, que ofrece su
propia vida, en obediencia y para glorificación del Padre. Es la
revelación del amor infinito e eterno que lo une, en obediencia, a su Padre
misericordioso y, a la vez, del amor inaudito que los une a los hombres. Porque
la gloria de Dios es la salvación del hombre.
“El amor que le impuso ir a la muerte
por nosotros –escribe un gran teólogo24– fue también el que le hizo
dársenos en comida. No se contentó con darnos sus dones, sus palabras y
consejos, sino a sí mismo. Acaso haya que preguntar a la mujer, a la madre, a
la amante, para hallar alguien que comprenda esta exigencia de dar, no algo,
sino de dar a sí mismo. A sí mismo con todo el propio ser no solo el espíritu,
no sólo la fidelidad, sino el cuerpo y el alma, la carne y la sangre: todo. Sin
duda es el mayor amor querer alimentar a otro con lo que uno es. Y el Señor fue
a la muerte para entrar por la resurrección, en aquel estado en que quería
darse a todos en todo tiempo”.
Estemos atentos, hermanos, que en este
lenguaje de dar su cuerpo y su sangre por nosotros, para nosotros, que los
apóstoles consideraban “demasiado duro”, entra la cruz,
“escándalo” y “locura”25.
Porque estamos siempre tentados de distraernos, de escaparnos, de las
preguntas más acuciantes e ineludibles de nuestra vida. Quisiéramos no
contar con el peso de los límites de la criatura, con la contradicción de hacer
el mal que no queremos y no hacer el bien que queremos, con la herida y la
acechanza del sufrimiento, con la fatiga de nuestro trabajo, con la
ambivalencia del instinto en la posesión de los afectos, con la muerte de los
seres queridos y que es compañera inseparable de la vida... Quisiéramos que el
hombre no fuera el lobo del hombre, el Caín del Abel, ni explotador, ni
asesino, ni que fuéramos extraños e indiferentes los unos con los otros. Hasta
llegamos a soñar un dios que no necesitase la cruz para amar al hombre. «Esta es
la horrenda raíz de vuestro error -escribía S. Agustín-: vosotros pretendéis
hacer consistir el don de Cristo en su ejemplo, mientras que el don es su
Persona misma»26.
Predicamos a un «Cristo crucificado»27.
No es la cruz ni mito, ni analogía, ni símbolo, menos un modelo literario. La
Cruz es el signo terrible del pecado de los hombres, pero al mismo tiempo del
misterio inaudito de la misericordia de Dios, que nunca nos defrauda ni
abandona, que nos perdona siempre, aunque seamos nosotros los que “nos cansemos
de pedir perdón”28. Es el signo de inagotable fecundidad en la
reconciliación con Dios y con los hermanos. Por eso, la Iglesia es ministerio
de reconciliación que va rompiendo todos los muros de separación entre los
hombres y los pueblos, sean los muros que se alzan para fomentar la
disgregación de la familia, sean los muros de inicuas desigualdades sociales
alzados por el dios dinero, sean los muros de contraposiciones alzados
por los violentos y terroristas, sean los muros alzados por las lógicas de
poder y las ideologías, sean los muros alzados por la indiferencia ante la
vida, las necesidades y el destino de los demás. ¿Cómo confesar que
com-partimos el pan de vida eterna si indiferentes a compartir el pan de la
unidad de la vida matrimonial y familiar, a compartir los frutos de la tierra y
del trabajo de los hombres, a compartir los bienes destinados a todos, a
compartir una convivencia en la que reine el amor, imperando aun los
muros de separación y de iniquidad?
Agradecidos por el sacrificio
Sin Cristo, sin el Misterio que ha
vencido a la muerte29, toda nuestra vida sería no sólo
incomprensible, sino injusta. “Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un
ser caduco y sin esperanza cuyas ilusiones están todas destruidas por la
muerte, lo soy a causa de aquella muerte que me abre el acceso al Dios que me
plenifica. Florezco en el sepulcro del Dios que murió por mí, ahondo mis raíces
en la tierra de Su Carne y de Su Sangre”30. No hay motivo de
angustia, pues, sino de acción de gracias. Esto es lo que quiere decir
etimológicamente “eucaristía”. Lo primero y lo mejor, lo más verdadero de
nosotros, es saber dar gracias. Porque “tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único” y que “nos amó hasta el extremo”, pues “nadie tiene mayor amor que
el que da su vida por sus amigos”31. El misterio del amor infinito
de Dios se revela y cumple en Jesucristo, por su anonadamiento hasta la Cruz,
con toda la profundidad e intensidad de su sufrimiento, de su Sacrificio, pero
en función de algo más grande... Es una muerte para una resurrección. Es un
“pasaje” de Cristo hacia el Padre y, con Él, glorificado, acceso de la
humanidad redimida. Muerte y resurrección no son más que dos facetas de un
mismo acontecimiento de amor.
La muerte, hermanos, ha sido vencida.
Pero a una condición: sin sacrificio no hay libertad, no hay liberación. No hay
que tener miedo al sacrificio –físico, moral, espiritual– porque no es objeción
a la vida sino la condición de la vida, para que permanezca la ternura y la
alegría, para que se mantenga viva la esperanza y eterno todo gesto de amor. Lo
que vale, cuesta. ¡Dios es el Valor Absoluto! Sin sacrificio, una relación –de
cualquier naturaleza, con nuestra mujer, con los hijos, con el propio trabajo,
con los amigos– no es, no puede ser verdadera. No en vano, el “mandamiento
nuevo” nos ha sido dado durante la última cena, signo distintivo de su
discipulado: amar como Él nos ha amado. Que nos apremie, nos urja la “caritas
Christi”, ya que “si uno murió por todos» es «para que no vivan para sí los que
viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”32. “También
nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”33. No se puede
decir gracias a tan gran amor sino con la entrega de toda la existencia.
Estamos llamados al martirio, y el “odio del mundo” está bien presente para
recordárnoslo.
Un corazón misericordioso
Participar en la Eucaristía nos tiene
que llevar, si la vivimos en toda su verdad, a amar a nuestros prójimos como
los ama Jesús, con sus mismos sentimientos, con su misma disponibilidad de
entrega y servicio. Nos quiere Jesús como sus colaboradores para la liberación
del mundo por piedad hacia los hombres. “Este es el gran tiempo de la
misericordia. No lo olviden: éste es el gran tiempo de la misericordia”, decía
el papa Francisco al inicio de su pontificado34. Por eso, él mismo
ha convocado al yo próximo Jubileo de la Misericordia. La misma etimología de
la palabra “misericordia” (“cor”, “miseri”) muestra un corazón que abraza a los
sufridos y necesitados. Es la imagen del padre que no se cansa de esperar al
“hijo pródigo” con los brazos abiertos sin pedirle una rendición de cuentas
preventiva. Es la imagen del buen samaritano que se detiene ante el herido y lo
lleva al albergo, que es como el “hospital de campaña”35 con
el que el papa Francisco ha identificado la Iglesia. ¡Y cuántos son los heridos
en el cuerpo y en el alma que se encuentran por las calles de nuestras
ciudades, por los campos, las montañas y las selvas de nuestros países!
Convivimos con ellos, cargando con nuestras propias heridas.
Por eso, quedamos todos invitados a
tomar la Cruz, a asumir y compartir el sufrimiento humano, completando en
nuestra carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia”36. No podemos dejar de estar
especialmente presentes allí donde Cristo sufre en nuestros hermanos más
necesitados. “Estamos con vosotros –afirmaba Juan Pablo II–, con todos vosotros
que sufrís en la propia carne las llagas dolorosas de la humanidad
contemporánea”37. Nos edificamos en el misterio de la potente
solidaridad de los que participan en el sufrimiento de Cristo. Seamos testigos
de compasión por el hombre, apasionados por su dignidad y su destino. Sepamos
combatir las violencias, injusticias y mentiras en las que se objetiva el
pecado del mundo. Tenemos que ser protagonistas de esa potencia transformadora
del amor de Dios en nuestra propia vida, en la vida de nuestro matrimonio y
familia, en los ambientes de trabajo, en el ejercicio de la política toda
tendida al bien común. No hay fuerza más revolucionaria y más constructiva que
el amor verdadero.
En efecto, la presencia de la Iglesia
católica está tradicionalmente implantada en los espacios públicos de las
naciones y en la vida de sus pueblos. Ha generado nuestros pueblos, los
ha acompañado en vicisitudes históricas, ha sido expresión y sostén ideal de la
convivencia social y asumido un papel crucial en coyunturas críticas. Ha estado
siempre cercana a las necesidades de las personas, las familias y los pueblos,
también por medio de una red de obras educativas, hospitalarias, culturales, de
promoción del trabajo y de las más diversas formas de servicio y asistencia, no
como suplencias a las carencias del Estado y el mercado sino por irradiación de
la caridad. El amor de Cristo no puede sino manifestarse como pasión por la
vida y el destino de nuestros pueblos y especial solidaridad con los más
pobres, sufrientes y necesitados. Es cierto que esta presencia de la Iglesia ha
sido a veces empañada por compromisos mundanos, distracciones y omisiones, que
no faltan ni escandalizan en una comunidad que se sabe formada por pobres
pecadores sólo congregados y reconciliados por la gracia de Dios, y que educa a
la invocación del “mea culpa” al comienzo de cada celebración eucarística
para ser cada vez más fieles a su Señor y a su servicio a los hombres.
Testigos de esperanza
Seamos en un mundo confuso, atribulado,
testigos de esperanza. No deja de latir en nosotros –en nuestro cuerpo,
en nuestra persona, en la convivencia social, en la creación misma– un anhelo
de no quedar sometidos a la «caducidad», de ser «liberados de la corrupción»,
de que se rompan las cadenas de esclavitud impuestas por el poder del pecado y
de la muerte. Ansiamos esa liberación, la verdadera realización de nuestra
humanidad, la felicidad que ya no cargue con un fondo de tristeza. Vivimos
como en los dolores de un parto: no sólo dolor sino conciencia del hombre nuevo
que nace. En los dolores del parto «poseemos las primicias del Espíritu»,
comienza a manifestarse la adopción a hijos, la «redención de nuestro Cuerpo»38.
En la relación con Cristo, en su compañía, asociados a Su sacrificio en la
Eucaristía, la «resurrección de la carne» ha ya comenzado, como el alba que
dará paso a la jornada Ya desde ahora, en cada instante, estamos «salvados en
la esperanza»39.
La esperanza es la certeza en el futuro que
se cumple ahora, que comienza a realizarse hoy, que se manifiesta en todo signo
de amor, en todos los espacios de reconciliación, fraternidad y solidaridad que
se van abriendo en la aventura humana, hasta que irrumpan los “cielos nuevos y
la tierra nueva”. Por eso, «esperamos con perseverancia», acompañada por el
grito que concluye la Biblia: «Ven, Señor Jesús»40. Mientras tanto,
peregrinos, continuamos ofreciendo nuestras vidas gracias al único Sacrificio
de Cristo que, por intermedio del sacerdote, se cumple en el altar, y nos
alimentamos con ese viático para el camino, que es «remedio de inmortalidad,
antídoto contra la muerte, alimento de la vida eterna en Jesucristo»41 .
La realidad sorprendente de la comunión
Los invito ahora a reflexionar sobre las
implicaciones y consecuencias sociales de otra dimensión inseparable de la
Eucaristía, su ser fuente, signo y cumbre de comunión.
La Última Cena es el acto de fundación
de la Iglesia en la que Jesús dona a los suyos la liturgia de Su muerte y resurrección.
La Iglesia celebra así su nacimiento, pero no sólo como un hecho del pasado
sino, sobre todo, como acontecimiento que se realiza y renueva siempre en todo
sacrificio eucarístico. Por eso, los Padres de la Iglesia cultivaron la hermosa
imagen de la Iglesia, así como de la Eucaristía, emanando de la herida abierta
del costado de Cristo, de la que fluyen continuamente sangre y agua. La Iglesia
prolonga en el tiempo y en el espacio el acontecimiento real, viviente, de
Jesucristo: es nuestra contemporaneidad con Él y Su contemporaneidad con
nosotros, la forma en que viene a nuestro encuentro en las más diversas
circunstancias de la vida.
Fue Henri de Lubac quien destacó
especialmente en nuestro tiempo cómo el término «corpus mysticum»
contradistingue originariamente la Eucaristía y que, para el apóstol Pablo como
para los Padres de la Iglesia, la idea de la Iglesia como Cuerpo de Cristo ha
sido indisolublemente vinculada a la idea de la Eucaristía42. Surge
así una eclesiología eucarística, llamada frecuentemente eclesiología de la «communio».
Esta eclesiología de comunión constituye el verdadero corazón de la doctrina
sobre la Iglesia del Vaticano II, la actual autoconciencia eclesial y, a la
vez, totalmente ligada a la de sus orígenes. Hay una compenetración total entre
la Iglesia y la Eucaristía, como realización del Misterio de comunión que se
origina y fluye del sacrificio de la Nueva Alianza. Así se reconoce que la
Iglesia «hace la Eucaristía» como la «Eucaristía construye» la Iglesia43.
Ahora bien, al recibir a Cristo mismo en
la comunión eucarística quedamos asociados a la unidad de su Cuerpo, que es la
Iglesia, a la familia de Dios, a la comunión eclesial. No hay vínculo más real,
más íntimo, más total, que éste que une al hombre con Cristo y, en Cristo, con
la Trinidad y con todos los hombres. Aferrándonos en el Bautismo e
incorporándonos en la comunión, Jesucristo nos ha convertido en miembros de un
solo Cuerpo. Todos somos uno en Cristo44. Cualquier utopía que el
hombre haya creado no llega ni de lejos a imaginar esta unidad que el
acontecimiento de Cristo ha realizado entre nosotros. Si Dios se ha encarnado,
y está aquí, y se comunica con nosotros, tú y yo somos una sola cosa. Entre tú
y yo, extraños, diversos, lejanos, opuestos, ha ocurrido algo tremendo: «tremendum
mysterium». Nos reconocemos en un «signo de unidad y en un vínculo de
caridad»45, mucho, pero muchísimo, más potente que cualquier
relación de parentesco, que cualquier solidaridad social, política o
ideológica. Porque Cristo está presente precisamente a través y dentro el
milagro de nuestra unidad. Tenemos la sublime dignidad y enorme
responsabilidad, tú y yo, nosotros, de ser signo físico de Su Presencia. San
Ireneo ya lo reafirmaba con vigor contra los «gnósticos de ayer», pero vale
también contra los «espiritualistas de hoy»: el apóstol Pablo «no habla de un
cuerpo invisible y espiritual (...) sino de un verdadero organismo humano que
consta de carne, nervios y huesos, y que se nutre del cáliz que es su sangre y
crece con el pan que es su cuerpo»46. Y San Alberto Magno escribe en
varios escritos: “Este sacramento nos transforma en cuerpo de Cristo, de modo
que seamos huesos de sus huesos, carne de su carne, miembros de sus miembros”47.
Ya lo decía también el Beato Pablo VI: “La Eucaristía (…) ha sido instituida
para que seamos hermanos (…), para que de extraños, dispersos e indiferentes
unos a otros, lleguemos a ser uno, iguales y amigos; se nos ha dado para que ,
en lugar de una masa apática, egoísta, formada por gente dividida entre sí y
hostil, seamos un pueblo, un verdadero pueblo, creyente y amante, con un solo
corazón y una sola alma”48.
Por eso mismo, queridos hermanos, el
escándalo que provoca un Dios que se hace carne –aquel hijo del carpintero que
se presenta como Hijo de Dios, redentor del hombre, centro del cosmos y de la
historia– se prolonga, continúa, en la escándalo que provoca la Iglesia: una
comunidad de pobres pecadores escogidos por la misericordia de Dios, no
obstante nuestra indignidad, para ser testigos de esa Presencia divina
que abraza a todos los hombres y que quiere que todos «se salven y
lleguen al conocimiento pleno de la verdad». Esto provoca muchas veces
contra sus discípulos el mismo rechazo y persecución que sufrió el
Maestro. El papa Benedicto nos advertía que, gracias a Dios, no somos nosotros
los que conducimos a la Iglesia, no son nuestros proyectos o estrategias, ni
siquiera el Papa conduce a la Iglesia, es Dios mismo quien la conduce por medio
del Espíritu Santo. Son los dones sacramentales y carismáticos por los cuales
el Espíritu Santo distribuye la gracia de Jesucristo los que edifican y renuevan
la Iglesia, su comunión y misión. ¡La Iglesia no es «nuestra», es «suya»,
de Dios! Bien se ha dicho que «no se trata de hacerla sino de recibirla, o sea
recibirla de donde ella “es” ya, de donde ella “está” realmente presente: de la
comunidad sacramental de su Cuerpo que atraviesa la historia»49. No
se aglutina a la gente en comunidad cristiana mediante iniciativas, ni por
búsquedas afanosas de instrumentos organizativos, ni por distribución de
poderes y actividades. Lo que realmente convoca y atrae es una realidad
viviente, una novedad de vida compartida, que encuentra su «fuente» y su
«ápice» en la Eucaristía. Es en ella que radica la vitalidad espiritual,
comunitaria y misionera de la Iglesia.
Es el sacramento central de la
evangelización, de la que el mundo tiene tanta necesidad.
Hay que, antes que nada, acoger ese don
de la unidad, en la verdad y en la caridad, significado, testimoniado y
garantido, por la comunión afectiva y efectiva con los Obispos y entre los
Obispos, cum et sub Pedro51. Todas las comunidades
cristianas –las Iglesias particulares, las parroquias y santuarios, las
cofradías y los movimientos eclesiales, las familias y las comunidades
eclesiales de base...– están llamadas a vivir y testimoniar ese misterio de
comunión, como lugares de la construcción real de la persona, de realización de
su vocación y destino, de su libertad ante las presiones amoldantes del medio
ambiente, de su crecimiento hacia su verdadera estatura, de su apasionada
responsabilidad por la propia vida y la de los demás.
Si hemos verdaderamente comido y bebido
el Cuerpo y la Sangre del Señor, no podemos más vivir como extraños sino que
ha de ser sorprendente la fraternidad, la amistad que experimentamos,
dilatándose dentro de todo ambiente de la convivencia. Tendríamos que suscitar
la misma exclamación como la que los paganos de ayer reaccionaban ante los
primeros cristianos, ante los mártires: «¡Ved cómo se aman!”. Esa vida nueva en
la unidad es el don más grande que Dios da para la conversión y la transformación
del mundo. Es débil, es frágil nuestra pertenencia eclesial, nuestra comunión
real, si no es, a pesar de nuestro pecado, testimonio de un mundo nuevo, como
el alba de una humanidad reconciliada, primicias de la unidad y felicidad que
anhela el “corazón” del hombre. En ese sentido, los Padres de la Iglesia
hablaban de ella como “forma mundis”, testimonio fecundo de un mundo
nuevo en el amor y la verdad. La Iglesia es “casa y escuela de comunión”50 para
bien de todas las comunidades humanas.
Por eso, hay que tener muy presente lo
que el Evangelio y los Padres de la Iglesia señalan y alertan: no hay comunión
sin reconciliación. “Dios no acepta el sacrificio de quien está en discordia
–escribe San Cipriano– y le manda que antes se retire del altar a reconciliarse
con su hermano (…). El mejor sacrificio para Dios es nuestra paz y concordia
fraternas y un pueblo unido, como están unidos el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo”51. “Esta cena –escribe a su vez San Alberto Magno– debe ser
consumada en la caridad de la unidad eclesiástica”52. La res última
de la Eucaristía es la Iglesia –escribe Santo Tomás de Aquino–: la Iglesia en
cuanto caridad de Cristo compartida, personalizada y capaz de hacer vivir en el
amor53.
Al término de la Santa Misa quedamos
mandados a concretizar en nuestra vida de cada día la caridad compartida en la
liturgia sacramental. Es la vida el lugar final de la Eucaristía. Así como
Cristo lava los pies de los apóstoles en la última cena, así también nosotros
estamos llamados, como Cristo, a servir y dar la vida por nuestros hermanos.
Reconstruir los vínculos de comunión entre los hombres
Por eso, en la misión de la Iglesia la
reconstrucción de la persona es inseparable de la reconstrucción de sus
vínculos de pertenencia y comunión. En la aldea global construida por la
revolución de las comunicaciones lo que más falta son auténticas relaciones
humanas, de amistad y comunión, pues predominan las formas dominantes del
extrañamiento y la indiferencia, por una parte, o de la manipulación y explotación,
por la otra.
En la base de toda formación social está
la realidad de la persona como don, que encuentra en la relación matrimonial
entre hombre y mujer la modalidad de realización paradigmática de todas las
relaciones sociales. Por eso, la Iglesia custodia, defiende y promueve el bien
del matrimonio y la familia, célula natural de la estructura social, comunidad
de amor abierta a la vida, primera y fundamental morada del “yo”, lugar de la
más íntima y decisiva comunicación humana y, por eso, escuela de crecimiento en
humanidad. Es, al mismo tiempo, banco de trabajo y de apoyo solidario,
especialmente en situaciones de crisis social. De ella depende la calidad de
vida de las personas y de la sociedad. Por eso mismo, la agresión que sufre la
familia, en su misma naturaleza y en su misión, es gravísimo atentado contra el
bien de toda comunidad nacional.
Patria viene de paternidad, nación de
nacimiento que evoca la maternidad: pueblo es la fraternidad más allá de la
estirpe. Esta es la dialéctica de la amistad en la construcción de la persona,
de las comunidades, de la nación, siempre amenazada por la dialéctica entre el
señor y el esclavo, dialéctica de contraposición y división, cuyo príncipe es
el diablo (etimológicamente, quien opera la división por la mentira y el odio).
La misma Iglesia emplea categorías “familistas” –paternidad, maternidad,
esponsales, hijos, fraternidad– para auto-comprenderse y para la comprensión
del mismo Dios inalcanzable. Hoy se trata de reconstruir los vínculos humanos,
las moradas humanas de las personas y el tejido social, allí donde está la
célula familiar, la comunidad de trabajo, los círculos de amigos, la relación
de buena vecindad, las compañías por afinidades ideales, las más diversas
libres iniciativas y obras de auto-organización popular.
El Estado no es la sociedad sino que
está al servicio de la sociedad. Aquí es donde está en juego la actualidad e
importancia del principio de subsidiariedad. Sólo así pueden ser retomadas,
gradual y pacientemente, renovadas experiencias de ser pueblo entre quienes se
reconocen hijos y partícipes de una misma historia, en la memoria viva de una
tradición, co-habitantes de una morada común, conscientes de convivir y
trabajar juntos, movidos por un ideal de vida buena. ¿Quién puede pensar que
los enormes problemas, desafíos y tareas del desarrollo de nuestras comunidades
pueden ser enfrentados adecuadamente sólo con manejos del poder político o
confiando en la “mano invisible” del mercado? ¿Quién piensa que se puede
prescindir de corrientes vivas, movimientos, variadas formas de participación,
de formación y cooperación, de emprendimiento y asistencia que amplíen los
espacios de la subjetividad de la sociedad y de la participación democrática y
constructiva de los pueblos? El “capital social” es considerada
actualmente como variable muy importante para todo proceso de desarrollo.
Esta vasta y ardua tarea de
reconstrucción del tejido social –sin la cual los tiempos duros de crisis
económica y social no se afrontan adecuadamente ni se consolida y promueve una
auténtica democratización– requiere una educación de la persona a la libertad,
responsabilidad, laboriosidad y solidaridad, asumiendo con seriedad la propia
vida y por eso también la de sus prójimos. Se necesita educar y movilizar las
mejores energías humanas de la persona y de las comunidades. La participación
es fundamental, desde la base hasta la cúspide de la pirámide social,
suscitando una auténtica democracia participativa y poniendo realmente el
Estado al servicio de la sociedad. Y esto es algo bien diferente de los que
todo pretenden y esperan del Estado según una mentalidad asistencialista,
corporativista, de clientelas parasitarias, o de los que todo esperan de la
“mano invisible” del mercado, aunque la mayoría quede como meros consumidores o
peor aún, como desocupados, excluidos y marginados. Cuando todo gira en torno a
las pujas de poder y a los manejos burocráticos del Estado, o a la confianza en
las modalidades de auto regulación del mercado, sin tener en cuenta la dignidad
y centralidad de los sujetos reales –personas, familias, comunidades,
asociaciones, empresas, iniciativas sociales, ¡la misma Iglesia!– va
corroyéndose el tejido democrático del Estado y bloqueándose las posibilidades
virtuosas de una economía social.
La subjetividad de la persona, en su
integridad espiritual y corporal, está en la base de la subjetividad de la
sociedad, y ambas son prioridades fundamentales para el desarrollo de la
comunidad a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia54.
Una cultura de la solidaridad
La comunión con Dios y los hermanos, que
la Eucaristía expresa y alimenta, ha de tender a romper la lógica disgregante y
malsana del individualismo y las absorbentes e interminables dialécticas de
descalificaciones y enfrentamientos para reconstruir una cultura y ética de la
solidaridad, y desde su ímpetu benéfico, la refundación de los vínculos
sociales, políticos e ideales de la convivencia nacional. Sólo así se difunde
un reconocimiento de una común dignidad y destino, esa pasión por la propia
vida que se vuelve pasión por el destino de los prójimos, del propio pueblo,
ese asumir como propias las necesidades de los demás, ese interesarse de todos
por todo y todos –al menos como tensión ideal– que se llama “solidaridad”; o sea,
como dice la Encíclica “Sollicitudo Rei Sociales” de S.S. Juan Pablo II:
la “firme y perseverante determinación de operar por el bien común, es decir,
por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente
responsables de todos”55.
Reconstruir el pueblo como sujeto
histórico y la patria como morada común, más allá de la masificación, la
división insalvable y la atomización, requiere esa obra paciente y perseverante
de conversión solidaria, de revitalización de la propia tradición y de las reservas
éticas y religiosas de los pueblos, de convergencias ideales, de sacrificios,
trabajos y esperanzas compartidas, para la construcción de una vida más humana
para todos.
Hay que superar el creciente dualismo
entre quienes logran participar y beneficiar, sea del punto vista económico que
cultural, de los beneficios de la globalización y quienes quedan cada vez más
excluidos y marginados. Hay que “globalizar la solidaridad”, como han reiterado
muchas veces los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Pero la
solidaridad como imperativo moral tiende a desgastarse en la vida de las
personas: o se crispa en formas de exasperación o decae en el cansancio y en el
escepticismo. A veces se reduce a una episódica filantropía de buenos
sentimientos. Sólo quien vive la experiencia de ser abrazado por una
experiencia gratuita de caridad misericordiosa, la vive en sus afectos y
trabajos, como impronta de toda su vida, no obstante el peso del propio
egoísmo, y la comunica como obra solidaria que asume las necesidades de los
prójimos como propias e intenta darles respuesta. Entonces la caridad,
alimentada por la Eucaristía, sostiene, anima y refuerza la solidaridad, y la
cualifica y enriquece por la gratuidad, el perdón, la reconciliación56.
Caridad y solidaridad se expresan en el
gesto del buen samaritano que encuentra al herido por el camino (¡por las
calles de nuestros pueblos y ciudades!). “La inclusión o exclusión del herido
al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos,
sociales y religiosos”57. Caridad y solidaridad se expresan, pues,
también cuando se convierten en obras destinadas a enfrentar en forma más
sistemática y duradera las necesidades humanas. Existe una “caridad de las
obras”58, pues “obras son amores”. Pero ya S.S. Pío XII hablaba de
una “caridad política” –y lo han seguido haciendo sus sucesores–, a través de
la presencia en instituciones y ámbitos de la vida social, económica, política
y cultural, para organizar y estructurar la sociedad, combatiendo la injusticia
y las escandalosas desigualdades, emprendiendo reformas competentes y valientes
en pos de la efectiva destinación universal de los bienes y la mejor calidad de
vida humana para todos59.
La Iglesia, generadora de comunidades y
pueblos
En sociedades marcadas por graves
desigualdades, conflictos y fragmentaciones, una dialéctica de la amistad en el
desarrollo comunitario encuentra sólido fundamento y alimento en la gratuidad
de la caridad y en ese “modelo de unidad”, que la Eucaristía convierte en
experiencia viva. Sólo un amor más grande que el de nuestras medidas humanas es
fuente de energía para reconstruir los vínculos de participación y convivencia,
de solidaridad y fraternidad. Por eso, la Iglesia es siempre generadora y
re-generadora de comunidades y pueblos.
Han podido bien afirmar los
Obispos latinoamericanos que “la Iglesia tiene que animar a cada pueblo para
construir en su patria una casa de hermanos donde todos tengan una morada digna
para vivir y convivir con dignidad”, en “la alegría de querer ser y hacer una
nación, un proyecto histórico sugerente de vida en común”, favoreciendo todos
los gestos, obras y caminos de reconciliación y amistad social, de cooperación
e integración”60. Más aún: “La Iglesia de Dios en América Latina y
el Caribe es sacramento de comunión de sus pueblos. Es morada de sus pueblos;
es casa de los pobres. Convoca y congrega todos en su misterio de comunión, sin
discriminaciones ni exclusiones (...)” Por eso, es en sí misma realidad y
promesa de superación de desgarramientos, dominaciones y contradicciones que
hieren el cuerpo social y de construcción de una “patria grande” de pueblos
hermanos, “a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la
cultura han unido definitivamente en el camino de la historia”61.
Ad Jesum per Mariam
La tradición y la devoción de nuestros
pueblos ha sabido siempre conjugar íntimamente, sin jamás contraponerlos, el
amor al misterio central de la Eucaristía y la devoción a la Santísima Virgen
María. Porque es Ella quien, con su “Fiat”, abre al Hijo la vía de la
encarnación y con toda razón la representan muchas veces con la hostia sagrada
en su vientre, como Virgen eucarística. Es Ella quien nos ayuda a vivir ese
misterio de comunión como familia de Dios, formando corazones de hijos y
hermanos, custodiando a los hermanos de su Hijo que aun peregrinan. Es la Madre
que acoge en su corazón todos los sufrimientos y esperanzas de sus hijos,
auxiliándolos, consolándolos, pero también animándonos a construir una sociedad
a la luz de su cántico del Magnificat, que es sintesis de las
bienventuranzas evangélicas. El papa Francisco, en su homilía pronunciada
el 12 de diciembre de 2014, en la Basílica de San Pedro, celebrando la
festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, dirigiéndose a Ella, así rezaba:
"nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América Latina sea forjado
por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y
sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que
trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, porque
de ellos es el Reino de los cielos". Que la madre de Cristo –Madre
nuestra, madre de la Iglesia– nos ayude siempre a reconocer, acoger y
testimoniar Su Presencia real, viviente entre nosotros, a asociarnos a Su
Sacrificio salvífico, a vivir el misterio de comunión para el que todos hemos
sido destinados, a ser constructores de una sociedad de hijos y hermanos.
¡Amen!
Conferencia del Dr. Guzmán M. Carriquiry
Lecour, Secretario encargado de la Vice-Presidencia de la Pontificia Comisión
para América Latina, en el Congreso Eucarístico Internacional en la
Arquidiócesis de Piura (13-16 de agosto de 2015).
NOTAS
1. Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen
Gentium 11, Sacrosanctum Concilium 10,Presbyterorum
Ordinis 5, Chrsitus Dominis 30, Ad Gentes 9).
2. Documento conclusivo de la V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Aparecida, 2007, n. 286.
3. S.S. Francisco, Exhortación
apostólica Evangelii Gaudium, Vaticano, 2013, nn. 276, 277.
4. San Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris
Hominis, Vaticano 1979, n. 20.
5. San Agustín, Sermón 130, 2, cittado
por Carlo Porro en L’Eucaristia, Piemme, Casal Monferrato, 1990, p.
41.
6. Luigi Giussani, Un
avvenimento di vita, cioè una storia, Edit S.r.L., Roma 1993, p. 338.
7. Justino, Primera Apología,
65-67, en La teologia dei Padri, Città Nuova, Roma 1984, vol. 4, p.
159.
8. S.S. Benedicto XVI, Encíclica Deus
Caritas est, Vaticano 2005, n. 1.
9. Concilio Vaticano II, Gaudium
et Spes, Vaticano, n. 22.
10. Gaudium et Spes, n. 41.
11. Cfr. San Juan Pablo II, Redemptoris
Hominis, 10.
12. S.S. Francisco, Encíclica Laudato
si, Vaticano, n. 65.
13. Concilio Vaticano II, Gaudium
et Spes, n. 14.
14. S. S. Juan Pablo II, discurso a la
Asamblea de la Iglesia italiana en Loreto, 11/4/1985.
15. 2Cor 5,16.
16. Gal 3,19.
17. San Juan Pablo II, Exhortación
apostólica post-sinodal Christifideles laici, Vaticano 1988, n. 34.
18. Joseph Ratzinger, Meditazione
sul Venerdí Santo, 1973.
19. Aparecida, nn. 407 y ss.
20. S.S. Francisco, Videomensaje a
los participantes del espectáculo “Se non fosse per te”, abril 2015.
21. Lc 22,19; Mc 14,24.
22. Is 53,2-6; Gal. 3,13; Ef. 2,14-17.
23. Jn. 1, 29.
24. Romano Guardini, Jesucristo, ed.
Guadarrama, Madrid 1960, p. 123.
25. 1Co 1,23.
26. San Agustín, Contra
Julianum. Opus imperfectum, citado en Litterae Comunionis, Milano, abril
1990, n. 4.
27. 1Co 1,23.
28. S.S. Francisco, alocución
17.III.2013.
29. Col 1,18; Rom 8,2; Heb 2,15; Hch
2,24.
30. Hans Urs Von Balthasar, “Cordula,
ovverosia il caso serio”, Queriniana, Brescia 1968, p. 27.
31. Jn 3,16; 3,1; 15,13.
32. 2Col 5,14-21.
33. 1Jn 3,16.
34. S.S. Francisco, Angelus, 12.VI.2014.
35. S.S. Francisco, 21.IX.2013.
36. Col 1,24.
37. San Juan Pablo II, Mensaje de
Navidad, 25.XII.1984.
38. 1Col 15,20-24; Gal 3,26; Rom
8,14-17; 2Pe 1,4; Fil 3,20.
39. Rom 8,23 ss.
40. Ap 22,20.
41. Ignacio de Antioquía, Carta a los
Efesios 20,2, en “La teologia dei Padri”, vol. 4, p. 159.
42. Henri de Lubac, Meditaciones sobre
la Iglesia, ed. Encuentros, Madrid 1988, pp. 107-132.
43. San Juan Pablo II, Redemptoris
Hominis, n. 20; Lumen Gentium, n. 11.
44. Gal 3,28; Col 3,11.
45. 1Co 10,17; Lumen Gentium,
n. 7.
46. San Ireneo, Contra las herejías, 5,
2, 2-3, en “La Teología de los Padres”, vol. 4, p. 160.
47. San Alberto Magno, De Euch, d. 3,
tr. 4, c. 3 (B.38, 325).
48. Beato Pablo VI, Insegnamenti di
Paolo VI, Vaticano 1966, III, p. 358.
49. Joseoh Ratzinger, L’ecclesiologia
del Concilio Vaticano II, L’Osservatore Romano, 27.XI.1985.
50. San Juan Pablo II, Carta Apostólica
Novo Millennio Ineunte, Vaticano, 2001, n. 43.
51. Cipriano, Tratado del Padrenuestro,
en Obras, BAC, Madrid 1964, p. 218
52. San Alberto Magno, ob. cit.
53. Santo Tomás de Aquino, Suma
Teológica, III, 79, 4; 80, 4; 73, 1.
54. Cfr. Comisión Pontificia Justicia y
Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Vaticano 2005.
55. Cfr. San Juan Pablo II, encíclica Sollecitudo
Rei Socialis, Vaticano 1987.
56. Cfr. S.S. Francisco, Bula de
indicción del Jubileo extraordinario de la Misericordia,
57. Miseridordiae Vultus,
15.IV.2015.
58. Cfr. Card. Jorge Bergoglio, La
Nación por construir. Utopía, pensamiento, compromiso. Claretiana, Buenos
Aires, 2005, p. 73.
59. San Juan Pablo II, Novo Millennio
Ineunte, n. 50.
60. Cfr. Consejo Pontificio Justicia y
Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 208.
61. Documento de Aparecida, n. 534.
62. Documento de Aparecida, n. 524.
Por: Dr. Guzmán Carriquiry Lecour | Fuente: www.americalatina.va