Autor: Pablo Cabellos Llorente
Cuando escribo, se cumplen cincuenta años del día en
que conocí a un Santo. Habrá pasado algún tiempo cuando se publique. Yo era un
joven universitario que había pedido recientemente la admisión en el Opus Dei.
Un buen grupo de gente en parecida situación nos reunimos para un curso de
verano -donde descansar y formarnos- en el Colegio Mayor Belagua de la Universidad
de Navarra. San Josemaría Escrivá pasaba unos días, si no recuerdo mal, en
Elorrio, en la tierra vasca que tanto amaba, como toda la entrañable geografía
española. Aunque sea una digresión, dijo de Valencia que le parecía que el
Señor deseaba que amase particularmente a nuestra ciudad.
El veintitrés de agosto de 1963 se vino hasta Pamplona para
visitarnos. Yo sólo conocía Camino y había escuchado en un viejo magnetofón una
no menos vieja cinta con la grabación de
la homilía "Vida de Fe", publicada
años después. Me entusiasmaba -y me entusiasma- la fuerza de esa meditación,
como me encantaron otras que conocí
bastante más tarde. Ese era mi bagaje de la persona que nos visitaba y, claro,
que era el fundador del Opus Dei y que, como vivíamos como una familia, se le
llamaba Padre, pero no como el común denominador usado para hablar a un sacerdote
o, en España, más habitualmente a un religioso, a quienes amaba san Josemaría,
pero sabiéndose sacerdote secular cien por cien. Era el Padre porque era padre
de veras, así, sencillo, como habría
dicho un vasco.
Luego he pensado que los carismas que Dios reparte entre sus hijos, algunos -como en este caso- muy especiales,
se traslucen en cierto modo al exterior. Si podía tener alguna idea fantasiosa
del fundador, se me desvaneció nada más conocerlo: se veía a un Padre que
generaba alegría y confianza conforme avanzaba de la puerta hasta llegar al
oratorio para saludar al Señor -siempre era lo primero- y continuando después
por el pasillo que conducía a la sala de estar. Éramos muchos porque se habían
sumado los de otro curso que se realizaba en el Colegio Mayor Aralar. Éstos
eran profesionales jóvenes que habían
vivido en Roma.
A la naturalidad inicial, ya asombrosa, se sumaron más
sorpresas: conocía detalles muy concretos de los llegados de Italia, tales como
la operación quirúrgica del padre de un norteamericano, el estado de la
construcción de una casa de retiros en Irlanda que comentaba con otro de este
país, el interés por la familia de otro, etc. Esto no sucedió de golpe, sino a
medida que los iba descubriendo entre los pocos sentados en sillas, los muchos
colocados en el suelo y bastantes que permanecían de pie haciendo fondo.
Aquello no tenía orden ni concierto: era una tertulia familiar en la que cada
uno contaba lo que quería, otro preguntaba si cantábamos e íbamos a ello, después un
chiste. Y entre una cosa y otra la reflexión sobrenatural, el impulso para
orientar todo hacia Dios, el descubrimiento de horizontes apostólicos no
imaginados.
Su impulso me hace ahora recordar ese punto de Camino: "No
tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal,
"católico". No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como
las águilas". Pero no sonaba a prédica sino a un no sé qué de entusiasmo
contagioso, de natural sobrenaturalidad que pasaba las fronteras de lo humano a
lo divino y viceversa, sin mezclar los planos, respetando la libertad que
pregonaba a los cuatro vientos: soy amigo de la calle, del aire libre, del agua
clara, me gusta querer al mundo con toda el alma, decía con canción que era
rezo, que se impregnaba de Dios sin dejar de amar nada de cuanto es humano.
Además, aprendí que ese vuelo de águila era para servir.
Yo era más bien tímido,
pero casi sin darme cuenta le estaba preguntando por su intención especial,
algo por lo que toda la Obra rezaba y que vendría a ser la erección del Opus
Dei en Prelatura personal, figura jurídica que salvaguardaba la unidad de todos
los hombres y mujeres que habían recibido esa vocación, bajo la cabeza del
Prelado y sus vicarios; y, a la vez, la secularidad, la realidad de que sus
miembros eran hombres y mujeres corrientes, bautizados que vivían su vocación
cristiana en medio del mundo con un espíritu querido por Dios; y unos sacerdotes
plenamente seculares, iguales a sus hermanos de todas las diócesis del mundo.
En aquel momento me respondió lo que podía decir entonces:
había que rezar mucho, ofrecer muchas misas y rosarios, y ratos de trabajo y de
descanso, y hasta la enfermedad y la muerte, porque era para asegurar el
espíritu de la Obra y la eficacia de su apostolado. Se me acaba el espacio y
queda lo fundamental: quedé convencido de haber conocido a un Padre muy
cercano, a un hombre muy normal y muy extraordinario, a alguien que se empeñaba
a diario en la lucha por la santidad y en arrastrar a tantos cuantos podía a
esa pasión. Hoy, hace cincuenta años, conocí a un Santo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario