Sábado
primera semana Cuaresma. Amar a costa de uno mismo, el auténtico amor es capaz
de romper los propios egoísmos.
La generosidad es una de las virtudes fundamentales del cristiano. La
generosidad es la virtud que nos caracteriza en nuestra imitación de Cristo, en
nuestro camino de identificación con Él. Esto es porque la generosidad no es
simplemente una virtud que nace del corazón que quiere dar a los demás, sino la
auténtica generosidad nace de un corazón que quiere amar a los demás. No puede
haber generosidad sin amor, como tampoco puede haber amor sin generosidad. Es
imposible deslindar, es imposible separar estas dos virtudes.
¿Qué amor puede existir en quien no quiera darse? ¿Y qué don auténtico puede
existir sin amor? Esta unión, esta intimidad tan estrecha entre la generosidad
y la misericordia, entre la generosidad y el amor, la vemos clarísimamente
reflejada en el corazón de nuestro Señor, en el amor que Dios tiene para cada
uno de nosotros, y en la forma en que Jesucristo se vuelca sobre cada una de
nuestras vidas dándonos a cada uno todo lo que necesitamos, todo lo que nos es
conveniente para nuestro crecimiento espiritual.
Este darse de Cristo lo hace nuestro Señor a costa de Él mismo. Como diría San
Pablo: "Bien saben lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo, que
siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hiciesen ricos con
su pobreza". Ésta es la clave verdadera del auténtico amor y de la
auténtica generosidad: el hacerlo a costa de uno.
En el fondo, podríamos pensar que esto es algo negativo o que es algo que no
nos conviene. ¡Cómo voy yo a entregarme a costa mía! ¡Cómo voy yo a darme o a
amar a costa mía! Sin embargo, es imposible amar si no es a costa de uno,
porque el auténtico amor es el amor que es capaz de ir quebrando los propios
egoísmos, de ir rompiendo la búsqueda de sí mismo, de ir disgregando aquellas
estructuras que únicamente se preocupan por uno mismo. ¡Qué diferente es la
vida, qué diferente se ve todo cuando en nuestra existencia no nos buscamos a
nosotros y cuando buscamos verdadera y únicamente a Dios nuestro Señor! ¡Cómo
cambian las prioridades, cómo cambia el entendimiento que tenemos de toda la
realidad y, sobre todo, cómo aprendemos a no conformarnos con amar poquito!
Esto es lo que nuestro Señor nos dice en el Evangelio: "Antiguamente se
decía: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo". Esto es amar poquito, amar
con medida, amar sin darse totalmente a todos los demás. Podríamos nosotros
también ser así: personas que aman no según el amor, sino según sus
conveniencias; no según la entrega, sino según los propios intereses. Cuando
Cristo dice: "Si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen?
¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos,
¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso también los paganos?", lo que
nos está diciendo: ¿no hacen eso también aquellos a los que solamente les
interesa la conveniencia o el dinero? Te doy, porque me diste; te amo porque me
amaste.
El cristiano tiene que aprender a abrir su corazón verdaderamente a todos los
que lo rodean, y entonces, las prioridades cambian: ya no me preocupo si esto me
interesa o no; la única preocupación que acabo por tener es si me estoy
entregando totalmente o me estoy entregando a medias; si estoy dándome, incluso
a costa de mí mismo, o estoy dándome calculándome a mí mismo. En el fondo,
estos dos modelos que aparecen son aquellos que, o siguen a Cristo, o se siguen
a sí mismos.
Ser perfectos no es, necesariamente, ser perfeccionistas. Ser perfectos
significa ser capaces de llevar hasta el final, hasta todas las consecuencias
el amor que Dios ha depositado en nuestro corazón. Ser perfecto no es terminar
todas las cosas hasta el último detalle; ser perfecto es amar sin ninguna
medida, sin ningún límite, llegar hasta el final consigo mismo en el amor.
Para todos nosotros, que tenemos una vocación cristiana dentro de la Iglesia,
se nos presenta el interrogante de si estamos siendo perfeccionistas o
perfectos; si estamos llegando hasta el final o estamos calculando; si estamos
amando a los que nos aman o estamos entregándonos a costa de nosotros mismos.
Estas preguntas, que en nuestro corazón tenemos que atrevernos a hacer, son las
preguntas que nos llevan a la felicidad y a corresponder a Dios como Padre
nuestro, y, por el contrario, son preguntas que, si no las respondemos
adecuadamente, nos llevan a la frustración interior, a la amargura interior;
nos llevan a un amor partido y, por lo tanto, a un amor que no satisface el
alma.
Pidámosle a Jesucristo que nos ayude a no fragmentar nuestro corazón, que nos
ayude a no calcular nuestra entrega, que nos ayude a no ponernos a nosotros
mismos como prioridad fundamental de nuestro don a los demás. Que nuestra única
meta sea la de ser perfectos, es decir, la de amar como Cristo nos ama a
nosotros.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
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