Lo esencial no se
ve, ni se escucha, ni se toca. Lo esencial se esconde en cada hombre, en lo más
íntimo de nuestro corazón
A veces vivimos
como las plantas o los animales. Aseguramos nuestra comida y procuramos lograr
una buena digestión. Evitamos el sol cuando nos quema o lo buscamos cuando hace
frío. Nos apartamos de las espinas y acariciamos, con un especial gustillo en la
garganta, la piel de un gato. Guardamos cosas y cosas en el armario y tiramos
lo que no nos gusta a la basura. Nos levantamos con la pena de dejar la cama y
nos acostamos con la inquietud de no haber hecho todo lo que hubiéramos
querido. Hacemos planes para el verano, y en el verano pensamos en lo que
haremos al reiniciar el trabajo o la carrera.
Entre las prisas y
las angustias de todos los días, entre los olores de la cocina y los gritos de
los niños, entre los ruidos de la radio y las imágenes de la computadora, nos
olvidamos de lo esencial: en cada uno brilla algo divino, algo eterno.
No nacimos para
pudrirnos en un despacho, ni para levantar muros con filas interminables de
ladrillos. No nacimos para planchar las sábanas ni para vaciar platos de
ensalada. Somos, aunque nos duelan las muelas y nos asuste la oscuridad, una
chispa del amor de Dios: somos espirituales, somos eternos.
Lo esencial no se
ve, ni se escucha, ni se toca. Lo esencial se esconde en cada hombre, en lo más
íntimo de nuestro corazón, y nos permite pensar y amar por encima de lo
cotidiano, de lo banal, de lo superfluo.
Podemos vivir
mucho o poco. Podemos estar en una silla de ruedas o conducir un aeroplano.
Podemos vivir con hijos y nietos o estar solos, en un barrio pobre de una
ciudad miserable. Pero lo esencial sigue allí, escondido, cierto,
indestructible.
A veces lo
esencial se asoma cuando un esposo pide perdón, quizá sin palabras, a su esposa
o a algún hijo. O cuando un niño reparte su bocadillo a un compañero, o le
presta su último juego electrónico. O cuando unos padres deciden no abortar al
hijo no esperado, pero que pide, con su silencio y su pequeñez, un lugarcito en
casa. O cuando un hijo invierte los mejores años de su vida para cuidar a su
madre que sufre por culpa del Alzheimer. O cuando una chica, con todo el futuro
por delante, decide consagrarse a Dios para trabajar con los pobres, para
enseñar a los niños o para levantar todos los días una oración invisible al
Dios que sí ve lo esencial.
Lo esencial sigue
en pie, todos los días, fuera de las pantallas de la televisión o de las
crónicas de la prensa. No aparece en internet, pero está en los corazones. No
se cotiza en la bolsa, pero permite que vivan y mueran los que venden y los que
compran. No gana guerras, pero vence en los hospitales en donde son cuidados
los heridos, sean amigos o enemigos.
El mundo sigue su
camino. La luna crece y decrece con regularidad perfecta. El sol nos calienta
todas las mañanas, y las nubes se pasean por el cielo con sus formas
caprichosas y sus colores de tristeza o de esperanza. Lo esencial vive, más
allá de las estrellas y más escondido que los tuétanos, con su libertad
misteriosa, profunda, enamorada.
No se puede
comprar el amor, leemos en la Biblia. Lo esencial tampoco está en venta. Cada
uno lo tiene en su corazón. Y puede hacerlo crecer para el bien del universo,
para tu bien y para el mío.
Autor: P. Fernando Pascual LC.
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